Esther Cid Romero – 27 de marzo de 2018.
No es muy grande. Un pequeño trozo de tierra rozando la línea fronteriza.
A simple vista puede parecer insignificante, sin valor y si el tiempo viene revuelto, puede que incluso hostil. Pero por alguna razón siempre hubo quien supo ver en este lugar algo especial. Siglos de historia han dejado sobre él un sustrato de curiosa fertilidad.
Examinaron palmo a palmo el terreno, horadando sus entrañas en busca de metales preciosos. Solo vieron pasar los carros cargados de plata siguiendo el curso de la vía romana, camino del centro del mundo. Como premio de consolación, se les regaló una veta de oscuro hierro, trasunto inequívoco de la fortaleza de la gente de la que desciendo, y cuyo rastro conocí en juegos infantiles, recorriendo las frescas sendas de la Folguera.
¿Qué es entonces? ¿Cuál es el secreto que esconde esta humilde población?
Quizá lo descubrieran los sabios monjes del antiguo cenobio. Puede que defender o repoblar se convirtieran en excusas para la fundación. ¿Y si les fueron reveladas las misteriosas claves del enigma y decidieron que sólo aquí se haría inmortal el arte iluminado? ¿Por qué aquella monja que respiraba la pureza de nuestro aire decidió firmar su obra? ¿Cómo es posible que ese niño tabarés al que el tiempo nubló la memoria, se convirtiera en el poeta al que honramos en la plaza?
Cuestiones todas que para mí sólo tienen una explicación: el agua. Un agua fresca y clara que todos bebieron en las numerosas fuentes; que hoy nos moja el cuerpo cuando llueve y empapa generosa las huertas; que llena pozos y manantiales y da a nuestros arroyos una imagen de un Parnaso cercano. Ese agua que es vida también para el espíritu.
Así debió pesar el jardinero. Aquel visionario, Isaías, que decidió espolear las inquietudes de algunos amigos animándoles a plantar sus deseos y anhelos en este terreno fecundo. Con mucho trabajo y regados con la inquebrantable energía que otorga la ilusión, los nuevos brotes pronto florecieron. Los sabrosos frutos se expusieron no en el mercado, sino en el periódico de la capital.
Recuerdo también a una cariñosa jardinera, Luisa. Los divertidos ensayos en las tardes de verano en el edificio del reloj. Las andanzas de “Simplicius” declamadas en boca de mis primos. No sé si fueron más. En septiembre tenía que volver al colegio y como cada año con las mismas ganas, pocas. Pero el injerto ejecutado por esas delicadas manos prendió con éxito y la sabia de la lectura de aventuras ya nunca nos abandonó ¿Verdad Luisito?
El agua es pertinaz y no para hasta salirse con la suya. Por eso un día nublado que Santi olvidó el paraguas, decidió caer en forma de aguacero, empapándole de arriba abajo y metiéndole en la cabeza la idea de ser el nuevo jardinero.
– Quiero que el jardín vuelva a lucir hermoso. Encárgate de las plantas, que sean pequeñas, pues son las que agarran con más vigor. Y muy variadas, me encanta pasearme por los surcos y acariciar los múltiples colores – le susurró mientras él se secaba con una toalla.
Tras meses de duro trabajo llega la hora de recoger lo sembrado. Cuando la intensidad de la luz baja y el salón se viste de penumbra, se abre el telón. Todos saben que la suerte está echada.
Cientos de sensaciones se agolparon en mi pecho en apenas dos horas. De la absoluta emoción al reconocer las palabras de mi padre en voces adolescentes, a la risa sincera y el aplauso cerrado.
Sólo ellos saben lo que les ha costado poder ofrecernos el espectáculo del domingo. Sólo ellos pueden confesar a lo que han renunciado para hacernos pasar una tarde maravillosa. Sólo ellos podrán valorar si el esfuerzo mereció la pena.
Yo únicamente puedo agradecerles a todos esta pequeña muestra del enorme talento que se vislumbra, y asegurarles que éste es el primero de muchos logros.
Quiero otorgar a Santi y a los jardineros que fueron y serán, el reconocimiento y el cariño que merecen por cuidar con mimo de estas maravillosas flores; por conocer las necesidades de luz y abono de cada una y sobre todo por haber descubierto las mágicas cualidades que tiene el agua tabaresa sobre los espíritus inquietos.
Agua que corre bajo nuestro pueblo besando las raíces del viejo roble del fondo del jardín. Un terrible infortunio lo secó hace más de veinte años. Pero ahí sigue, escuchando el aullido del viento silbando por la sierra y disfrutando de la pétrea silueta de la torre amada. Unas iniciales ásperas y retorcidas le dan nombre: J. C. Ahora está tremendamente feliz. Tiene un encargo especial, una tarea que le encanta: proteger con la sombra de su gran tronco a los recién llegados. Ellos crecerán a su alrededor escuchando mil y una historias reales e inventadas. Estarán unidos para siempre en este agradable y frondoso trocito de paraíso.
Esther Cid Romero
26 de marzo 2018