Isaías Gullón – 16 de enero de 2017.
Madrugaste aquel día. No clareaba aun cuando te dirigías andando a tus tierras lejanas. Colgado a tus espaldas un morral de piel de carnero. Bajo tu brazo el corvo acero de la hoz milenaria. De tu cinto pendían en madeja los dediles y en tu boca ardía lentamente, un cigarrillo torpemente liado.
Esculpido un sueño en tu mente… caminabas.
Horas… Largas horas de trabajo continuado, duro, agotador.
En tus lares el tranquilo y embarazoso silencio del estío, en tu alma la incomprendida vaguedad del infinito, en tus ojos un sueño, en tu mano una hoz.
Horas… Largas horas inclinado sintiendo, tan sólo, los secos golpes de la hoz y el chasquido de las botas pisando el amarillo rastrojo. Con ímpetu salvaje, con ansia enfebrecida, ibas dejando en gavillas los manojos de doradas espigas y tan sólo al llegar al linde, levantabas la cabeza y dejabas que tu vista se perdiera en el mar amarillo de tu cosecha en la que relucía el oro amargo del sudor hecho mies.
A media mañana, viste cómo una nube de polvo se acercaba hacia ti. Por el sendero rojizo caminaba torpemente la mula topina. Montada en ella tu hija. Junto a ti llegó: Hola padre –te saludó-. –Hola hija –cansado contestaste-. Bajó las alforjas, puso el barril a la sombra del morral y colocándose guantes y mangueras comenzó a reunir en haces las gavillas de la mies segada.
Monotonía cansina. Sol abrasador. Mientras inclinabas a tu paso las granadas espigas, tu mente se lamentaba… ¡Pobre hija mía! Y ella, vibrante y ágil, atando con destreza la soñada cosecha, henchida de admiración te brindaba su cariño en un mudo piropo… ¡Cómo trabaja!
Os divisé recostados a la sombra de una encina. Habíais comido. Con los párpados caídos, sin dormir, soñabais.
Al veros, me dije: He ahí el milagro más antiguo. La fuerza, la belleza y la tierra, fundidos y en reposo.
Tu soberbia humanidad rendida por el noble trabajo, relajada, acariciaba la resequida tierra cubierta de secas hojas y a su pecho acudían en tropel silencioso, las ocultas fuerzas que duermen en la sombra regalada de las encinas bravías.
Tu hija a tu lado, semejaba en su reposo a la gacela que en celo sueña con su pareja. Vibrante de juventud, su cuerpo era la onda que el viento dibuja en el trigal. Sus manos reposaban en el erguido pecho y un rayo filtrado por la copa de la frondosa encina, moría enloquecido en el cobre de su piel.
Sustentándoos y envolviéndoos la tierra. La resequida, la torrada, la parda y amorosa tierra. El último latido de la castellana paramera que besa la montaña y se transforma en risco. El último lamento de la estepa que, cansada de que el firmamento venga a ella, quiere ella ir al firmamento.
Allí os divisé. Tendidos en reposo, en una de las pocas encinas de la Campolimas tabaresa. Y allí, viendo vuestros cuerpos agotados, quise unir mi pobre canto al encanto de vuestra serena soledad.
A la caída de la tarde os esperé en el rojizo camino. Al cruzaros frente a mí me preguntaste: -¿Qué haces tú aquí? -Esperándoos. Contesté.
Me miraste extrañado y sin hablar, me ofreciste el barril.
Olías a sudor, a fortaleza, a hombre.
Tu hija a madreselva, a dulzura, a humedad.
Acerqué el barril a mis labios y bebí haciéndolo cantar al estilo segador.
Aún conservo el sabor de aquel vino que me diste.
Sabía al sudor de tu trabajo, al encanto de tu hija y al misterio indescifrable de la tierra. Era sagrado.
Se publicó el 1/8/1973 en El Correo de Zamora (Hoy La Opinión)
JUAN CID ARIAS.