Isaías Santos Gullón – 19 de julio de 2018.
ENTREVISTAS: El Grupo de Prensa realizó variadas entrevistas en todo su recorrido desde mayo de 1973 y antes; conservamos incluso una del año anterior al CORREO DE TÁBARA, publicada también en El Correo de Zamora.
Recopilado por Isaías S. G.
Tal vez pase desapercibido a muchos, pero no por eso deja de ser llamativo el acto de homenaje a los abuelos más ancianos de la villa, organizado por nuestra Comisión de festejos para el día central de las fiestas de Tábara, el 15 de Agosto.
Quien penetre en su contenido verá el profundo significado de este acto y la llamada de alerta que supone en nuestras relaciones con los ancianos.
La familiaridad y la fraternidad, que deben presidir siempre nuestro caminar juntos, tendrán una manifestación concreta en nuestras fiestas patronales, especialmente en este acto de familia; porque los abuelos constituyen uno de los elementos importantes de la familia, aunque en nuestros días haya casos en que los encontramos tan marginados de la familia. El cariño de los abuelos, la multitud de caricias a sus nietos, su presencia tranquila y paciente, su voz cascada y temblorosa que revela su pasado y sus recuerdos son valores que superan en mucho todo lo achacoso de la ancianidad. Los ancianos son testimonio viviente de todo un gran pasado del que nosotros disfrutamos en este presente actual. Se merecen no sólo respeto y admiración, sino amor y cariño de nietos.
Tábara hoy rinde homenaje a sus ancianos. Los que hoy ocupan la cumbre de la ancianidad en la villa, los dos matrimonios más ancianos, son buenos modelos de virtud y heroísmo. Una observación detenida en el trato con ellos nos lo mostrará. Por eso hemos creído lo mejor recoger rasgos de una conversación amplia con ellos, que nos manifestarán espontáneamente la labor que realizan con su existencia aportándonos valores muy interesantes.
En una tarde cualquiera de verano nos acercamos a la casa de los Varela (por ese nombre son conocidos en el pueblo). En ella encontramos al señor Eugenio sentado, con sus manos sobre la cacha y la boina inclinada sobre su cabeza. Tiene 90 años. De un lado para otro anda la señora Rosario, algo corta ya de oído y de vista, pero valiente y con ánimo en sus movimientos y palabras. Su edad es de 86 años. Nos reciben con alegría, como que nos estaban esperando. Sentados todos a la camilla se muestran inquietos por contarnos muchas cosas:
– Señora Rosario, ¿usted se acuerda de cuando iba a la escuela?
– Oh! Sí. Fui hasta los 14 años, hasta que cumplí. La maestra se llamaba doña Ceferina, que era de Faramontanos.
– ¿A qué jugaban la niñas?
– Al corro, a los tráiteles y a cosas antiguas.
– ¿A qué se dedicaba al salir de la escuela?
– Mira, yo hacía puntillas, bordaba, cosía, hacía de todo, encajes… Fui cómica de comedias y aún recuerdo un papel largo.
– ¿Cuántos hijos ha tenido?
– Tengo cuatro hijos. Se me murió uno a los 31 años de una parálisis.
– Y usted, señor Eugenio, qué recuerda de la escuela?
– La teníamos ahí donde está ahora el cine. El maestro se llamaba don Manuel Regidor Guerra, el mejor maestro.
– Después de la escuela, ¿a qué se dedicaba?
– A correr por ahí. Me llamaban de trillador unos; otros de zagal.
– Se quedó sin padre a los ocho años, interrumpe la señora Rosario. Estaba solo con su madre pobre.
– Iba a segar por todos los sitios, por debajo de Toro, en Villavendimio, Aspariegos, Manganeses, Pajares, Bustillo del Oro… Nos levantábamos a las cuatro de la mañana. A veces nos quedábamos durmiendo en las tierras junto a las moreras.
– ¿A qué se divertían entonces?
– A andar cantando por las calles tapados con tapabocas, y con el tamboril. Teníamos baile en la plaza.
– ¿Se acuerda usted, señora Rosario, de la boda?
– Ah! Como ahora mismo. Nos casamos en la iglesia de abajo de Nuestra Señora de la Asunción con don Eduardo Rivera. Tenía yo 19 años.
– ¿Cómo conoció al señor Eugenio?
– Ah! Aquí en Tábara, se hizo novio y nos casamos. Yo vine de Zamora, de servir, a la fiesta y ya no le volví al amo. Se enamoró de mí y yo de él y nos casamos. Yo era una niña, pero…
– Señor Eugenio, que nos cuenta de la historia de Tábara, de San Mamés…?
– Sí, en la romería de San Mamés íbamos a jugar allí y bailábamos.
– ¿Iba la danza?
– No. La danza, cuando vino Cánovas del Castillo aquí, salió a danzar. Entonces eran danzantes también los de Moreruela. Íbamos alrededor de la casa que hay derrumbada entre Tábara y Pozuelo y allí ensayábamos. Y al Corpus ellos venían aquí y nosotros íbamos allí. El birria entonces se llamaba Manuel Antón. Y de birria hizo después también el mi Benito.
– ¿Qué recuerda del campamento militar de La Folguera?
– Era yo el guarda de ese monte. Yo entraba con los coroneles allí. Ese territorio antes era del pueblo. Cada uno tenía su parcela que había comprado al palacio, pues antes era de doña Pura la marquesa.
(- ¿Cuándo marchó la marquesa?
– Yo tendría unos 25 años. Yo me trataba con los criados, las cocineras, medio de novio. Me acuerdo cuando salía la chica y hablaba de su mamá doña Pura. Esta chica era de Benavente de un tal “Huesines”. Y un chico que vivía en el comercio de abajo declaró todo el juego. Y don Andrés Trueba se mató.) (Lo del paréntesis no está en lo publicado, pero sí en las notas de la entrevista.)
– Según creo usted ha sido un gran cazador, ¿háblenos algo de la caza en Tábara?
– Aquí se cazan perdices, conejos, lobos, jabalíes.
Jabalíes maté tres. Uno me hirió. Unos jornaleros que estaban con don Demetrio empezaron a dar voces y todos vinieron corriendo y el perro. Yo saco el cartucho y le voy a dar, pero me falló la escopeta; entonces me metió la cornada, pero lo maté y lo traje. Me tuvieron que poner cinco punto; el médico se llamaba don Vicente.
– ¿Tuvo ilusión por salir al extranjero o…?
– Estuve empleado en Irún de mozo en la estación. Me pagaban dos pesetas y la propina. Estaba bien empleado, pero vine. El jefe se llamaba Íñigo.
– ¿Cuál ha sido el momento más alegre de su vida?
– El día de la boda. Al día siguiente –sigue la señora Rosario- fue a trabajar.
– ¿Qué le diría ahora a todos los del pueblo?
– Nada. Que… sí, siempre adelante, hasta que no se pueda más.
– Ah!, cuándo ha traído su última carga de leña del encinal?
– Todos los días, una gavillica. Voy por la carretera con la cachica en mi mano y hago una gavillica, lo que coge la cigüeña, y lo tiro y vengo.
– Se siente con fuerzas para seguir.
– Él duda y contesta la señora Rosario toda briosa: está trabajando como antes y yo igual. Nosotros hasta que nos muramos tenemos que estar trabajando.
Con plena satisfacción por nuestra parte y gran sentimiento por la suya nos separamos hasta otra ocasión.
Caminamos ahora hacia la casa del señor José y la señora Faustina, el otro matrimonio más anciano. Todos los días de mañana los vemos de paseo hacia el huerto donde se entretienen cavando y cuidando las plantas. El señor José tiene 89 años. La señora Faustina, a la que todos recordamos de niños por las confituras y caramelos del comercio, tiene 87 años.
Están tomando el sol a la puerta. Al vernos sonríen.
Entramos en casa y nos sentamos. Están dispuestos a contarnos todo lo que queramos y a hacernos pasar un rato muy alegre recordando tiempos duros y difíciles que nos causan la risa. Es un matrimonio feliz, contentos por el progreso de la vida que nos ha sacada a las nuevas generaciones de la miseria que ellos sufrieron.
– Señor José, háblenos de cuando iban a la escuela.
– El maestro se llamaba don Manuel Tejedor. Sí, nos enseñaba mucho. Pero en aquellos tiempos no es como ahora.
– ¿A qué jugaban?
– A la pelota, que era lo único. Y corríamos por ahí. Jugábamos a la calva.
– ¿Qué otras diversiones tenían?
– Había baile en la plaza. Tocábamos pandereta y tamboril. El tío Francisco, se llamaba el tamboritero.
– Díganos algo de su vida, de la mili…
– Yo anduve primero a jornal. Me pagaban 50 céntimos, un poco cebolla, un poco tocino y un poco de pan. Me hacían estar todo el día desde que salía el sol hasta que se ponía. En verano había que madrugar para la siega; me pagaban 2 pesetas. Fui al servicio militar por tres años; fui soldado primera; fui con todos a maniobras a Valladolid… Luego vine y nos casamos. Después de la milieché la instancia para la guardia civil. Pero tuve que rechazarla “porque me pagaban mucho”, una peseta. Y en el pueblo, por mal que fuera… a arrancar cepas y leña, quemarlas y a vender el carbón a los herreros. Y al ir a acarrear cepas, corríamos los conejos y las perdices.
– ¿Qué nos cuenta del Palacio de Tábara?
– Ahí hay mucho lío. Es una historia. Había un mayordomo de todo, que tenía foros de gallinas, de trigo, molinos…
Quería hacerse el amo de todo. Entonces el pueblo tuvo un levantamiento: la tía Manuela lo agarró por las barbas cuando entraba al Palacio y lo sujetó, y él ya no quería más que quedar libre. Luego un tal Juan, que llamaban barbas, guarda del monte de la casa, también era igual, era malo. Una noche se reunió el pueblo y se abrieron las paneras que estaban en la plaza mayor. Y todos dieron en cargar trigo para casa, cada uno lo que podía; algunos caían subiendo con el costal. Cuando se acabó esto, don Juan Ron, que así se llamaba, no quería más que escapar, y con Juan García marcharon por el prado del estanque. Al llegar a Faramontanos, vieron ardiendo el edificio, y le dijo “mira está ardiendo el Palacio”, y él contestó “que se queme y lo lleve todo”.
– ¿Era entonces cuando estaban los frailes dominicos?
– No, los frailes fue antes, yo no los conocí. Bueno, a lo que íbamos. Un tal Tomás García, que era el escribiente del Palacio, dijo a sus amigos que no se metieran a comprar, pues se vendía todo. Pero don Manuel Casado movió la cosa y luchó porque el pueblo se apoderara de las posesiones del Palacio. Entretanto los de Faramontanos compraron el encinal. Por fin, Casado consiguió ganar el pleito, y vino al pueblo. (Entre paréntesis, nos dice que sólo él tenía carro entonces y cómo llevaba a los viajeros a Zamora por una peseta, teniendo que ir él a pie). Entonces mandó comprar a cada uno lo que pudiera y ayudó a algunos. Los de Faramontanos cedieron la mitad.
– Señora Faustina, háblenos usted ahora de la boda.
– En la misma iglesia en que me bautizaron me casé, en San Lorenzo de Zamora.
– ¿Cómo iba vestida?
– Sí, tengo ahí guardados los vestidos.
– Bueno, cuéntenos algo de ese día.
– ¡Qué te voy a contar! Fuimos desde aquí en el carro.
Tiramos dos cohetes y salió el alcalde a detenernos que no los tirásemos. Allí comimos y tuvimos baile. Y al anochecer volvimos con el carro para el pueblo.
– ¿Cómo se conocieron?
– Vino su padre, habla el señor José, de herrero para San Lorenzo. Allí murió, dice ella, y quedé sola con mi madre.
– ¿Cuántos hijos ha tenido?
– Cinco. Uno está en Buenos Aires, otro en Badajoz, otro en Zaragoza y dos aquí. El de Buenos Aires ya hace sesenta y más años que no lo vemos.
– ¿Cuál ha sido el mejor momento de su vida?
– ¡Qué sé yo! Claro…, cuando nos casamos.
– ¿Qué le parece de la juventud de hoy?
– ¡Ay por Dios! No se puede tomar comparación. Mucho mejor la de ahora. Entonces me tocó a mí andar respigando por un cacho de pan. Con mi madre íbamos en el carro con un burro ciego a Zamora por lechugas, verduras.
Si nos guiamos por las ganas, la conversación se hace interminable. Aún querían contarnos muchísimas más cosas, pero ha habido que aplazarlo para otro día.
Esta es una muestra del ambiente en que respiran nuestros dos matrimonios más ancianos. El homenaje del 15 de agosto, festividad de nuestra patrona la Virgen de la Asunción, se lo tienen bien merecido. Todos los festejos de nuestras fiestas populares de 1972 reciben con este acto un dinamismo de vida familiar que los hará brillar con más esplendor. Nuestros abuelos quieren, entre otras cosas, que no divirtamos mejor que ellos: todos de fiesta en Tábara, a los toros, a los juegos, concursos, verbenas; ¡alegría!, todo el que se mantenga joven sabrá reír feliz.
Publicada en El Correo de Zamora de 14?/8/1972. (TÁBARA:)