- Una Profunda Reflexión sobre la Relación entre el Hombre y la Naturaleza
YO SOY LA MONTAÑA
–Yo soy la montaña –dijo el anciano.
Estaba sentado con sus amigos en un banco del parque de San Lorenzo, bastón en mano. Y al decirlo movió mucho las manos, como si pusiera en práctica un juego de magia secreta. En ese instante, un temblor sacudió las calles empedradas de Tábara. La historia de los edificios se doblegó al presente. Los vecinos abrieron sus ventanas de par en par para ver qué estaba sucediendo allá afuera. Los árboles estiraron sus ramas y abrazaron a los edificios. Las cañerías saltaron violentas, la piscina municipal se derramó y el agua tomó plazas y valles. Algunos kayaks llegaron disparados desde el río Esla hasta la Plaza Mayor. Una grieta inmensa se abrió en el centro de ese lugar, cortándolo por la mitad.
–Ele, ¡la que has liado! –le decían. Ele de Eleuterio, que conste. Es un nombre más fácil de recordar y no se enreda tanto en la lengua.
Los que le rodeaban no paraban de ir de aquí para allá, nerviosos.
–Que tenemos que volver a la residencia, Ele. ¿Alguien sabe nadar? –soltó uno de ellos, teniendo que echar mano de sus pastillas de urgencia.
El anciano no se inmutó. Se levantó y les invito a seguirles. Los habitantes de ese esplendoroso, pero minúsculo lugar –no está mal recordar la inmensidad del Universo de vez en cuando–, corrían ante la invasión de la naturaleza. Los panaderos intentaban salvar en barcas improvisadas sus panes y sus bollos de aceite. Los tejados se llenaron de bolsas de ropa, ciervo con patatas y salchichón de venado. Y es que el empuje del agua anegó el pueblo entero. Suerte que el anciano llevó a los suyos a un montículo de la Sierra de la Culebra que les costó horrores ascender, y desde allí contemplaron el desaguisado. Se escuchaban aullar a los lobos, desconsolados por el estropicio.
–¿Alguien tiene una túnica a mano? –dijo Ele entonces.
Y como nadie respondía, embobados por la conquista del reino natural, echó mano de los abrigos de los más altos del grupo. Los anudó y se los puso encima. En ese momento plantó su bastón en el suelo y el agua se partió en dos.
–¡Leñe! ¡Que esto lo he visto en una película de nuestra época! –soltó uno.
Pero es lo que tiene lo extraordinario: que una vez se produce luego ya todo va sobre ruedas. Lo raro es sorprendente, y la gente abre mucho la boca cuando se manifiesta, sorprendida. Y a la extrañeza le sigue la normalidad. Y es por eso que los amigos dijeron que venga, que qué forma de partir el agua y decidieron caminar por lo seco. Los acantilados verticales vibraban a su paso. Sortearon coches oxidados, botellas de plástico y redes de pesca. La iglesia de Santa María, eso sí, reinaba en el caos desde la carretera. Apenas afectada por el desastre. Ya se sabe que allí se escribió el Beato de Tábara, o más concretamente el libro del comentario del Apocalipsis. Alguna relación tendría el códice con tanto destrozo esotérico.
–Es el futuro que les quedará a nuestros nietos –les decía–. Simplemente lo hacemos ver. Que para eso somos mayores.
Las televisiones ya habían tomado el espacio aéreo. Los helicópteros sobrevolaban la catástrofe y los reporteros hacían cabriolas imposibles para retransmitir ese acontecimiento. Castratófico, por una parte, pero milagroso por otra. Y tanta hélice era un incordio. Más aún los micrófonos que hacían llegar desde lo alto para recoger declaraciones. Pero Ele y los suyos no se sobresaltaron. Tanto caminar en el barro y tanta vida pasada es lo que tiene. Que uno ya está cansado de bobadas. Y que lo que quiere es llegar pronto a la residencia, quitarse los zapatos empapados y descansar frente al radiador. Por eso siguieron firmes en su empeño de llegar al lugar que Ele había marcado como objetivo: el bar donde siempre jugaron al dominó.
Sobra decir que el dueño se arrodilló al verlos. Y que eso fue aprovechado para pedir unos vasos de vino, por mucho que la tensión subiera unos numeritos.
–¡Que venga el Presidente! –dijo Ele cuando Matías Prats llamó al teléfono del bar–. El de Estados Unidos, ya puestos –matizó.
Y el mundo se puso del revés sobre los otros países antes de que cayera la noche. Los mares estallaron en olas enormes. Las nubes en tormentas violentas. Fue justo cuando les anunciaron que a la mañana siguiente estaría ahí el Presidente que habían pedido. Antes de dormir, jugaron algunas partidas. Vieron algo de fútbol en la tele. Retransmisiones antiguas, claro. Porque todos los campos estaban con el agua hasta el cuello. Y todos los balones en el Ártico. O en el Antártico. Como poco. Y hablaron con él unos minutos. Lo suficiente. Suerte de los mozos que llevaba el americano y que traducían al instante. Pero, resumiendo, le contaron que ellos eran hijos de este lugar. Que durante su vida habían visto cómo el hombre había estropeado el aire que respiraban. Que no había más prórrogas. Y que tanto desastre solo tenía un culpable. Bueno, muchos culpables. Que el mundo entero era culpable, para entendernos. Y que o se ganaba a los penaltis o eso que ahora estaban viendo sería constante. Inminente. Catastrófico.
Después de la charla se fueron por donde vinieron, esto es: por donde Ele había separado las aguas. Conforme iban avanzando, los árboles se retiraron de los edificios. La tierra se cosió sola. Las aguas volvieron a sus cauces. Se sentaron en su banco del parque. Algo cansados por tanto jaleo. Los helicópteros ya no amenazaban el cielo. Estuvieron en silencio un buen rato. Pensaron en todo lo que habían visto. A veces interrumpía el pensamiento la subasta de las rosquillas y ramos del San Mamés pasado.
No todo iba a ser catástrofe.
–Oye, ¿qué pastilla te tomaste? –le preguntaron de repente. – ¿La azul o la roja? Que hay una película moderna que dice que, si te tomas la roja, entonces… Matris. O Matrís. O algo así. Un lío oye. Que, si te has tomado la azul, pues bien.
Callaron. Cerraron los ojos. Imaginaron un futuro posible donde el hombre avanzado estuviese en equilibrio con la naturaleza. Por esos campos vieron correr a sus nietos. El poder de la tierra contenido. Porque sabían que, en el fondo, ese lugar que les vio nacer tenía vida propia. Y buena carne de lechazo. Así que todos desearon que el hombre hubiera entendido la lección. Porque no había vuelta atrás. Luego se fueron a descansar a la residencia. Que tenían los calcetines mojados. Y ya se sabe que puedes pillar una neumonía si no te los quitas pronto y los cuelgas a secar. Porque otra cosa no, pero eso es de cajón, ¿a que sí?
NOMBRE AUTOR: IVÁN HUMANES BESPÍN

El Concurso Literario «Tábara a Punto de Pluma» ha coronado a su nuevo campeón, y su nombre es Iván Humanes Bespín. Este talentoso escritor se alzó con el título de ganador gracias a su relato titulado «Yo Soy la Montaña», una obra literaria que hace reflexionar a sus lectores sobre el poder de la naturaleza y el posible control de los humanos sobre ella.
La historia de Iván nos transporta a una versión única y fantástica de Tábara, un lugar donde la magia de la naturaleza y la humanidad convergen de una manera sorprendente. En este relato, uno de los vecinos de Tábara posee un don extraordinario: el poder de controlar la naturaleza. Pero lo que realmente hace que esta narrativa destaque es su profundo mensaje, enriquecido ingeniosamente con un toque de humor que lo hace especial.
El relato nos sumerge en un mundo donde la relación entre el ser humano y la naturaleza se explora de manera ingeniosa y conmovedora. El protagonista, un vecino de Tábara, comprende a la perfección la responsabilidad que conlleva su habilidad única y se enfrenta a las decisiones morales que implica el uso de su poder. A través de este personaje, Iván Humanes Bespín nos lleva a cuestionarnos nuestra propia relación con el entorno natural y la importancia de preservarlo.
En un momento en que la conciencia ambiental se ha convertido en una prioridad global, «Yo Soy la Montaña» es un recordatorio oportuno de que todos compartimos la responsabilidad de cuidar y proteger nuestro planeta. Iván Humanes Bespín utiliza su prosa magistral para hacernos reflexionar sobre el impacto de nuestras acciones en el medio ambiente y cómo cada uno de nosotros puede marcar la diferencia.
El Concurso Literario «Tábara a Punto de Pluma» ha encontrado en Iván Humanes Bespín a un digno campeón, un escritor que no solo entretiene, sino que también inspira y despierta conciencia. Su relato «Yo Soy la Montaña» es un regalo literario que nos recuerda la importancia de respetar y amar nuestro entorno natural.
En resumen, Iván Humanes Bespín nos ha brindado una joya literaria con su relato ganador «Yo Soy la Montaña». A través de su narrativa excepcional y su mensaje profundo, este autor ha conquistado los corazones de los lectores.