Esther Cid Romero – 21 de febrero de 2018.
Puede parecer raro el hecho de que, de vez en cuando, el cuerpo me pida ir de visita.
Cuando esto sucede sé que no es muy apropiado llevar pasteles, ni pasarme la mañana preparando un bizcocho, tampoco dar salida a ese vino que traje en mi penúltimo viaje. Si te da apuro acudir con las manos vacías, lo más acertado en estos casos son las flores.
Es febrero. Los almendros apenas han comenzado la explosión de sus delicados botones. El campo sigue esperando lluvia y temperaturas favorables. Podía ir a la floristería a por violetas o algo por el estilo, pero preferí coger unas cuantas ramitas del acebo del jardín. Aún conserva algunas de sus bolas encarnadas y el verde de sus hojas es de los más hermosos que existen.
Abrir la puerta y cruzar la tapia siempre me produce la impresión de estar entrando en otro mundo. El universo de la piedra fría, del silencio, de las sombras, del tiempo detenido. Hace años que me acostumbré a esta sensación. He venido muchas veces. Ya no tengo escalofríos. Recorro los pasillos con naturalidad, leyendo y releyendo nombres y fechas. Tras ellos siempre una historia de vida y luego… luego llanto y dolor. En la mayoría de los casos recuerdo eterno, en otros el más implacable de los enemigos, el olvido.
Voy dejando ramitas sobre el pálido mármol que protege a mis seres queridos. Me detengo un momento para charlar con Juanito. Siempre le comento algo. Inquietudes, problemas, deseos. Hoy además le digo que vengo a visitar a alguno de sus amigos. Esos que han llegado hace poco. Le pido que les ayude y conduzca por estos nuevos caminos. Voy despacio entre las lápidas, pisando restos de coronas o ramos secos y trozos de jarrones rotos. La helada de la pasada noche ha esponjado el suelo y mis botas se hunden a cada paso dificultado un poco el avance.
¡Que distinto está el lugar, el día de Todos los Santos! Entonces pienso que al menos ellos, nuestros muertos, tienen un día especial. Pero ¿Qué pasa con los que se quedan? ¿Qué sucede con tantas esposas y sus mil proyectos truncados; con tantos maridos y su triste soledad; con los huérfanos sin la mano firme que les guíe; con los hermanos que entierran a compañeros de juego y confidentes? ¿Acaso ellos no se merecen un día? No sé, quizá sea una tontería.
Cavilando con la mirada gacha, observo cómo la silueta oscura de cientos de cruces salpica la tierra santa de mi pueblo. Ángeles pétreos extienden sus alas al cielo, intentando llegar a lo más alto, pero yo los veo cabeza abajo, incrustados en el suelo, volando hacia las profundidades. Sombras inquietantes, figuras desdibujadas por el perfil irregular de la superficie en la que descansan. No sé por qué extraña razón evito pisarlas. Mi ánimo también se va apagando. Han sido demasiadas emociones.
Es hora de irse. El suave viento que baja desde el silo trae consigo una nube blanquísima que cubre el sol. De repente las sombras desaparecen y todo queda sumido en una ambiente grisáceo y misterioso. Me quedo quieta. En aquel instante miles de almas murmuraron palabras de aliento. Me confesaron que ellas nunca nos olvidan, que nos guardan, que nos protegen, que no necesitamos ningún santo en el calendario, que siempre, siempre nos tienen presentes. Y la fresca brisa de esta mañana de febrero se llevó el último susurro y con él la nube vestida de blanco. Los rayos luminosos se precipitan de nuevo sobre el cementerio golpeando con su brillo cuanto se les ponía delante. Entonces entendí que son caras opuestas de un mismo todo. Dos elementos indivisibles de las leyes cósmicas. Dos ingredientes imprescindibles de nuestra vida terrena. No pueden existir sombras si no hay luz que las genere.
Después de la visita llegué a casa con energías renovadas y con el dulce beso del sol aún en la frente.
Esther Cid Romero
21 de Febrero 2018