Isaías Santos Gullón – 14 de junio de 2018.
Trabajo presentado por su autor don Pascual Vicente Faúndez, de Zamora, al IV Concurso Literario “Villa de Tábara”, bajo el lema “Bajo los cipreses” y que el Jurado calificador de los trabajos, calificó en tercer puesto.
Siempre que paso por Medina del Campo, vuelvo mis ojos hacia los cipreses del cementerio, allá en el cerro de La Mota porque debajo de uno de ellos duerme, hace cuarenta y cuatro años, mi viejo maestro, el del pelo blanco como la nieve, bigote teñido de nicotina y rostro bondadoso, salpicado de viruela, iluminado por una mirada profunda y benévola, que supongo grabada a fuego en la memoria de todos mis condiscípulos, como lo está en la mía.
Su figura señera con su capa, sombrero y bastón de nudos, pasaba por la plaza para ir a misa los domingos, llevándose delante a los muy cerca de 100 cervatillos que, con los brazos cruzados y sin apenas respirar, recorríamos el largo pasillo central, para ubicarnos a la izquierda del altar mayor, cabe la Virgen del Rosario que, con rostro levemente risueño, de Madre buena, disculpaba nuestras inocentes irreverencias, bastante más que don Leopoldo cuyo famoso y temido bastón, acariciaba el cogote del atrevido perturbador con golpe seco de alerta para los demás, que, dadas las circunstancias, procurábamos mantener nuestros pocos años en relativa calma, soportando aquellas misas en latín, pesadísimas, o aquellos rosarios interminables, dando quehacer continuo al ágil bastón, sobre todo en las letanías por el alargamiento excesivo del ¡Ora pro nobisssssÉ!, cuyas eses prolongadas eran una especie de válvula de escape para nuestros pobres nervios, vigilando con el rabillo del ojo los movimientos de ida y vuelta de la cachava nudosa, alertadora de nuestra piedad.
¡Mi viejo maestro! Recuerdo su mano derecha, gordezuela y blanca, posada sobre la mía pequeñita y curtida de sol, destacando sobre la negrura intacta y recién lamida de la pizarra, ayudándome a trazar aquellos palotes y curvas, que eran mi pesadilla y verdugos de mi lengua, nerviosamente mordida.
¡Cuántos recuerdos imborrables se guardan en mi memoria de aquellos años de mi niñez que, de manera tan radical, influyeron en mi vida posterior! Y en ellos siempre se alza la figura venerable de don Leopoldo, mi MAESTRO, así, con letras mayúsculas, como siempre debiera escribirse esta capital palabra.
¡Hay para contar tantas anécdotas y ocurrencias de aquellos lejanos días!
Yo era el mayor de mis hermanos y primos. Gran parte del tiempo, vivíamos todos en casa de abuela. Recuerdo que cuando tenía yo mis buenos ocho años, llovió mucho en invierno y rara era la tarde que no llegábamos mojados de la escuela. Unas anginas me impidieron ir a clase durante algunos días. Aquel atardecer llovía con ganas y mi hermano y mis primos llegaron empapados de tal forma, que tuvieron que cambiarles la ropa, sentarlos cerca del fuego de la cocina, en el sitio de honor, y para que reaccionasen, les dieron unos buenos tacos de jamón, acompañados de sendos traguetes de vino. Aquello se me quedó clavado. Hasta el momento, debido a mis anginas, había sido el niño mimado y de repente, por una simple mojadura, me sentía desposeído de mis prerrogativas.
A los pocos días, ya recuperado de mi enfermedad, se me presentó la ocasión del desquite. Venía de la escuela, solo, y con cierta prisa, porque seguía lloviendo. Al pasar por la fragua el canalón echaba agua a tuvo lleno y la idea vino repentina. El mejor sitio en la cocina, las cariñosas lamentaciones de los míos y sobre todo el jamón y el excelente vino, no me los quitaba nadie. Ni corto ni perezoso me puse debajo de la catarata que, no menos era aquel chorro y en un santiamén me puso hecho una verdadera sopa. Y cuando ya estaba paladeando mi triunfo por anticipado, la voz de don Leopoldo, seca y enérgica, sonó a mis espaldas como las trompetas del Juicio Final: “¡Pero idiota! qué haces debajo del canalón?”. Precisamente y para mi desgracia, se le había ocurrido subir a mi casa. Cogiéndome de una oreja, me presentó a los míos en aquel lamentable estado, contándoles de pe a pa, cuanto acababa de presenciar. Naturalmente, no descubrí el móvil de mi remojón. Total despojo de ropas, una buena fricción de alcohol por todo el cuerpo, unos sopapos y bajo el terrible dedo acusador de todos, me tuve que ir a la cama sin cenar.
A don Leopoldo no le cabía en la cabeza mi conducta, al parecer descabellada y a fuerza de preguntas y ponerme en aprietos, consiguió al cabo de algún tiempo, saber la verdad, que aún se cuenta entre los míos, como modelo de inocente travesura.
En la escuela era del montón, pero con mis ribetes delicados.
Un día, cercanas las vacaciones de verano, cuando sólo asistíamos una docena de asiduos, porque los demás hacía muchos días que habían marchado, con harta envidia de nuestra parte, a los quehaceres agrícolas, nos puso don Leopoldo, a los que ya sabíamos escribir, frente a un encerado, de modo que no pudiésemos copiar unos de otros y nos mandó componer una frase original, ocurrente. Sólo tres o cuatro conseguimos trazar algo legible . El señor maestro fue viendo las frases compuestas. Al llegar a mi encerado, su mano se apoyó, cariñosa, en mi hombro y al momento noté una crispación. Levanté mis ojos hacia los suyos y vi, con asombro, que los tenía humedecidos. Había escrito, más o menos, esta frase: ”Cuando me marche de la escuela, nunca olvidaré a mi buen maestro”. Me volvió de cara a él, apoyó su otra mano en mi hombro libre y me dijo: “¡Pelo de escarola!, me llamaba así por mi cabellera rizosa, tampoco yo me olvidaré de ti, ten la seguridad”.
Parece que aún estoy viendo, desde mi pequeñez de siete años, más bien canijos, aquellos ojos posados en mí desde su altura, mirada que nunca he podido ni querido olvidar. En ella veía cariño, simpatía, ánimo, apoyo, que jamás me faltaron en mi vida escolar y, lo más notable, siempre me acompañaron fuera de ella.
No hace mucho, estuve contemplando «La Poza”, un manantial cercano a la escuela rodeado por unas pizarras, cuya agua, llena de hierbajos y suciedad, compartíamos generosamente, con las vacas del pueblo sin que enfermáramos, que yo recuerde, de infecciones de ningún género. Estábamos altamente inmunizados contra tales bagatelas. Y frente a «La Poza”, en una pared cercana, la piedra donde todos los sábados nos limábamos las uñas los descuidados, para llevarlas en estado de revista, que don Leopoldo pasaba escrupulosamente y, ¡ay! de aquel que compareciese, para su desgracia, con las uñas largas y sucias.
Fui progresando en mis saberes y el señor maestro me iba confiando cargos de mayor responsabilidad hasta llegar a “lector del Evangelio”, los sábados por la tarde, después del rezo del santo rosario.
Este era el más alto honor que había dentro de la escuela. Para ello se requería ser buen lector, de voz clara y bien timbrada, expresar con sentimiento y hondura las frases evangélicas, como lo hacía el inimitable Jesús Enedina, aquel muchacho menudo y morenete, que con sólo coger el Evangelio en sus manos, se hacía un silencio absoluto. Parece que todavía oigo su voz cristalina, empapada de energía indomable, increpadora, en aquella frase de Jesús a sus miedosos discípulos: “¡Hombres de poca fe! Por qué teméis?”. Restallaba en el aire como un latigazo que nos dejaba suspensos, mientras que con nuestra rica imaginación de niños, veíamos las olas amenazadoras y oíamos el rugir del huracán. O aquella otra, dulce, llena de confianza y consuelo, dirigida a la hemorroisa: “Hija, no temas. Tú fe te ha salvado…”. Y se ensanchaba nuestro corazoncillo, alegrándonos con aquella pobre mujer, tímida, que con sólo tocar el manto del Rabí, quedaba curada. La voz de Jesús Enedina realizaba maravillas en aquellas lecturas, haciéndonos vivir intensamente los pasajes evangélicos.
Me llevaba varios años. Él era de los mayores y yo de los pequeños. Procuré seguir en todo sus procedimientos, hasta conseguir asimilar su técnica y cuando se fue de la escuela por haber cumplido la edad, ya tenía sustituto en aquella ventana de la izquierda, según se entraba. Cerca de ella, en los últimos bancos, se concentraba la muchachada, colocándonos sentados de ocho en ocho, con los brazos cruzados y quietud forzada que, en algunos se traducía en dulce soñarrera a lo largo del rosario. Terminado éste, don Leopoldo se sentaba en una mesa de aquellas, frente a nosotros y daba comienzo la lectura santa.
Mi debut fue de expectación. Me tocó leer el Evangelio y comentario correspondiente a la primera Dominica de Adviento: -“Habrá señales en el sol, la luna y las estrellas, y en la tierra consternación de las gentes…”. Empecé nerviosillo y un poco temblón, pero percatado de la importancia del momento e influido por las terribles palabras evangélicas, me fui dominando hasta conseguir una lectura emotiva por la cara que vi en mis compañeros y en el gesto solemne del señor maestro, al nombrarme “lector del Evangelio”, mientras asistiese a la escuela. Había llegado al máximo honor y, para celebrarlo, me eché a llorar.
Don Leopoldo era admirador sin límites de su colega, el gran poeta don José M.» Gabriel y Galán, a quien había conocido personalmente y muchos sábados terminaba la clase, con recitación de alguna poesía del célebre charro.
La que hirió mi sensibilidad de lleno, desde los primeros años de escolar, fue “La pedrada”.
El señor maestro la recitaba con un sentir tan profundo, tan lleno de verdad, que nos hacía vivir plenamente su sentido, en aquellas semanas santas de mi niñez:
“Cuando esta fecha caía
sobre los pobres lugares la vida se entristecía,
cerrábanse los hogares
y el pobre templo se abría…”.
Y en efecto, se abría nuestro humilde templo aldeano, para dar paso a la piedad más profunda. El Jueves Santo era un día solemnísimo. Después de misa y puesto ya el Señor en el monumento, las campanas enmudecía y sonaba, bronca y desagradable, la matraca.
Los mayordomos del Santísimo, vigilaban continuamente las velas, que ardían en grandes hacheros, esparcidos por toda la iglesia, abarrotada de humildes campesinos, que rezaban en silencio. Habían sacado previamente, de la sacristía, un crucifijo de gran tamaño, que depositaban con unción, en una enorme mesa de patas curvas torneadas y medio roídas por la polilla y la vejez. Lo ponían delante del monumento, permaneciendo entre cirios hasta la caída del sol.
A esta hora se organizaba la carrera o procesión. Don Leopoldo se adelantaba hasta la mesa y ayudado por dos o tres mozallones levantaba el Cristo. Prendía su cinto en un gancho de la cruz y sus brazos fuertes, sostenían aquel peso que a mí me parecía colosal.
La carrera se ponía en marcha y subía hasta la ermita:
Por el campo solitario
de verdura menos lleno
que de abrojos el Calvario”.
¡Qué parecido más asombroso a la procesión de ¡La Pedrada”! Los misereres quejumbrosos se sucedían, entre el rezar de los hombres y el llorar de la mujerucas. En todo el trayecto, no me apartaba del Crucificado. Aquella cara amoratada por la asfixia de la agonía, aquellos ojos vidriados, clavados en el cielo azul de mi aldea, aquella boca entreabierta, anhelosa, dejando ver unos dientes blancos, menudos, aquellas espinas que taladraban la frente divina, aquella muñecas dislocadas, rotas, sujetas a la cruz por odiosos clavos de cabezota triangular, aquella postura torcida de lacerante dolor, producían en mí angustias terribles, acompañadas de estremecimientos físicos, cual mi imaginación infantil me hacía subir a la cruz y extender mis brazos para que me clavasen a ella, acompañando a Jesús.
¡Señor! ¡Acuérdate de aquellas mis penas de niño y olvídate de mis deserciones de hombre! ¡Quién pudiera retornar a los sentimientos cristalinos de entonces, cuando don Leopoldo cargaba con tu cruz, dándonos ejemplo de piedad y cristianismo a la antigua, que aún conservamos muchos de sus discípulos!
Mi admiración y cariño hacia mi maestro se convertían en veneración, transformándolo en gigantesco coloso, cuando llevaba en sus brazos aquella imagen querida.
Abandoné la escuela para estudiar en la capital y algunos meses más tarde, me avisaron que don Leopoldo estaba gravemente enfermo. Fui a verlo y lo encontré mejorado, pero ya no se repuso para volver a las tareas escolares.
Era viudo hacía muchos años y unos hijos, que tenían negocios en Medina, se lo llevaron, con verdadero dolor de mi aldea donde era venerado. Y en Medina murió santamente, poco tiempo después.
Eso me decían sus hijos, durante nuestra cruzada, en una visita rápida que pude hacerles, a mi paso por aquella ciudad y bajo el ciprés que cobija su sepultura:
-“Nuestro padre murió como siempre lo deseó, igual que su maestro don Juan al que siempre veneró, con la tranquilidad del justo, del que se dio por entero a los demás, en especial a los niños, que fueron su vida”.
Por eso, siempre que paso por Medina, miro a los cipreses del cementerio, allá en el cerro de La Mota, porque debajo de uno de ellos, duerme tranquilo don Leopoldo, mi MAESTRO, esperando que aquel Crucificado, que él incrustó en nuestros corazones, lo despierte para darle la eternidad de gloria que, sin duda, le tiene reservada.
¡Que así sea!
Quiero rendir con este humilde trabajo, un cordial y sincero homenaje, a cuantos se dedicaron, se dedican y se dedicarán, a la noble profesión de enseñanza a ese Magisterio capaz de sacrificios sin límites que, esparcido por España, por esa España nuestra de llanuras, vericuetos y serranías, supo formar generaciones que dieron honra y gloria a Dios y a la Patria.
¡Muchas gracias, Tábara, por la ocasión que me das para desempolvar tan queridos y venerados recuerdos!
Pascual Vicente Faúndez
Publicado en la página ocho CORREO DE TÁBARA en El Correo de Zamora de 23/10/1974.