Isaías Santos Gullón – 27 de febrero de 2018.

Por decisión del Jurado que en su día hemos dado a conocer, ha sido concedido el primer premio de nuestro III CONCURSO LITERARIO a Mari-Carmen Seisdedos, de Zamora, por el trabajo que a continuación reproducimos. El segundo se le ha adjudicado al trabajo titulado “Monólogo de un castellano”, cuyo autor es Jesús Eugenio Llamas Renedo.

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En el acto de homenaje al matrimonio de labradores, el día 15, se leyó públicamente el primer trabajo premiado. A continuación se hizo entrega de los premios: 1.500 pesetas y obras selectas de “García Lorca” al primero; 750 pesetas y “Gregerías”, de G. de la Serna, al segundo.

Hacía tiempo que cuando se encontraban por la casa trajinando, desviaban sus ojos uno del otro. Nunca se habían preguntado por qué lo hacían, pero los dos sabían que si se hubieran cruzado sus miradas, hubieran sentido vergüenza.

Habían llegado a esa etapa en la que no se siente amor ni odio, sino un frío distanciamiento ahogado en indiferencia. Él vivía la mayor parte del día en la taberna o en la solana. Ella en casa o en la iglesia, y cuando estaban juntos se encerraban en sus pensamientos y en su mutismo: no tenían nada que decirse.

Pero aquella mañana, mientras almorzaba, él había sentido las manos de ella más cerca, y el calor de sus ojos puesto en la piel de sus manos. Y, casi sin querer, había mirado también las manos de la mujer. Entonces acudieron a la memoria de los dos todas aquellas cosas que habían llenado sus vidas.

Las manos de los dos eran oscuras, del color de los terrenos que habían abierto durante tantos años para arrancarles su zumo de vida. Eran manos llenas de heridas, que habían chupado con avidez el jugo de las plantas recién cortadas. Tenían las palmas un poco cerradas, como si todavía no se hubieran acostumbrado a vivir sin apretar la hoz o sin cerrarse como un fértil vaso en torno a la semilla.

Aquellas manos habían sembrado vida en los días de otoño sintiendo sobre la piel el cielo deshecho en lluvia. Habían acariciado las plantas que se estremecían bajo el aire y el rocío. Y habían recogido aire, lluvia, nieve y sol cuajados en oro, bajo los perfumes fuertes y agrios del campo y de los manjares pobres, resecos bajo el sol.

Aquellas manos habían amado la vida que reventaba en las espigas y en los garbanzos, y la habían amado, no sólo con un amor egoísta y suntuoso del que sabe que depende de lo que ama para vivir, sino que habían amado con amor cargado de admiración para el más bello misterio de la naturaleza, para el misterio de la vida que surge de la muerte, de la tierra y del agua.

Sus manos no estaban encallecidas para este milagro. Ni los años, ni la técnica los habían apartado de la comunión con la naturaleza y con la vida.

Su amor a la tierra tenía también un poco de orgullo. Ellos habían ayudado a la naturaleza en su más bella misión. Viendo crecer cada una de las plantas, se habían sentido más unidos. Las manos de los dos habían trabajado juntas para que la promesa de la vida de cada espiga fuera una realidad.

Sus manos, que habían acariciado nerviosas los ahorros, sabían mejor que nadie que ellos habían hilado muchos sueños entre la ilusión y la inquietud.

Eran, quizá, cosas pequeñas, pero demasiadas para no recordarlas. Era raro que esto no hubiera pasado antes.

Fue necesario el gesto de ella, intentando ocultar las manos debajo del delantal, cuando descubrió los ojos de él prendidos en su piel. Seguramente intentó esconderlas porque sabían demasiado. Como si las de él no lo supieran. Como si no conocieran cada momento de la vida con aquella mujer, igual que conocían cada centímetro de su cuerpo.

En realidad, no iban a volver aquellos momentos de su juventud, cuando el amor se vertía en las manos ávidas, y con los dedos entrelazados, olvidaban que no había llovido. Pero tampoco era necesario que él se refugiase en la taberna y ella en la iglesia. Aquel día comprendieron: podían volver a mirarse sin sentirse extraños, podían volver a coger sus manos.

Los dos sabían que se tarda más en derribar una encina que dos álamos.

Una mirada sincera y valiente en sus manos había bastado. Y en realidad Àqué hay más elocuente que unas manos surcadas por el trabajo?

Publicado en la página cuatro CORREO DE TÁBARA en El Correo de Zamora de 4/9/1973

Mari-Carmen Seisdedos.

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