almeida – 29 de octubre de 2014.

Llegamos tarde al albergue, solo quedaban libres tres literas para los siete peregrinos que finalizábamos esta etapa. Mostrando mi caballerosidad, propuse que las dos mujeres que estaban en el grupo ocupasen dos literas y sorteásemos la tercera, pero ellas se negaron. Como buenas peregrinas argumentaron que el esfuerzo había sido para todos y no debía existir ningún privilegio especial.

Frente al albergue, había una pequeña ermita. Pensé que para los diez habitantes con que contaba el pueblo no se necesitaba un templo mayor. En un lateral de la ermita se extendía un gran prado con hierba verde y en medio de él se alzaba un robusto y centenario castaño.

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Fui uno de los afortunados en el sorteo, me tocó dormir en una de las literas y las otras dos correspondieron a otros dos peregrinos. Ellas no tuvieron suerte, aunque sonreían mientras extendían el saco en el suelo.

Como hacía buen tiempo y me apetecía contemplar las estrellas de esta vía milenaria, propuse ceder mi plaza a una de las peregrinas y yo dormiría en el frescor de la hierba contemplando la Vía Láctea.

La afortunada fue una americana de Arizona, aunque yo hubiera preferido que la suerte le hubiera correspondido a la bonita andaluza que unos días antes se había unido al grupo.

Después de cenar lo poco que llevábamos en las mochi­las, mantuvimos una agradable tertulia que nos dio la opor­tunidad de conocernos un poco mejor.

Cuando comenzó a anochecer, junto al centenario cas­taño busqué el lugar donde la hierba era más tupida y ex­tendí mi saco de dormir en el que me introduje mirando un techo infinito plagado de cuerpos celestes (Orión, Aldeba­rán, Sirio…), al ir recordando algunos, traté de irlos ubican­do, pero todos me parecían iguales.

El cansancio de la dura jornada hizo que mis ojos pron­to se cerraran y sin proponérmelo mi cuerpo se fue adap­tando a la posición en la que mejor podía descansar.

El frescor de la noche hizo que en algunos momentos me despertara, fue agradable porque de esta forma podía comprobar como las estrellas cambiaban de posición, sin darme cuenta de que ellas estaban quietas y quien se movía era el lecho sobre el que estaba tumbado.

En el último sueño noté como el saco me cubría la cabe­za. En mi imaginación las dos peregrinas no querían que yo me enfriara, sus caricias me hacían estremecer y me acu­rrucaba porque no quería despertar de este sueño. Unos labios carnosos y húmedos se iban posando en mi mejilla, cuando notaba que me faltaba la respiración, me desperté. Al abrir los ojos vi en mi cara una grande y carnosa lengua que sobresalía de una enorme boca. Un joven ternero que estaba pastando me ofrecía su ternura con la que no me hubiera atrevido a soñar.

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