Christian Ferrero, 15 de agosto de 2023
El pasado 28 de julio fui despertado por el sonido de la tragedia; el acorde polifónico de una llamada a destiempo, a media tarde, cuando la utopía de un viernes común parecía fluir sin adversidades.
Carlos había fallecido, suspiraba la firme voz de mi padre. En sus palabras, empero, se abría paso el eco un desconsuelo inaudito.
– ¿Qué Carlos? – pregunté, aún prisionero del mundo de la fantasía.
– Tu tío. Mi hermano. – respondió él, sirviendo de portavoz al plano de la cruda realidad.
Y no hubo más que decir. Nada que pudiese servir. Ni explicación ni consuelo.
Un silencio sepulcral fue el infausto acompañante en nuestro trayecto al seno de la sierra.
El sentimiento indefinible del quebranto se encallaba en los huesos, escarchándolos, convirtiéndolos en algo extremadamente frágil ante la inmensidad de tal súbita desdicha.
Aquel viaje resultó largo y tedioso, casi infinito. Una buena parte de mí deseaba no llegar jamás al destino; borrar las horas y los días para sumergirme en un estado desapegado en el cual no existiese el infortunio… Volver a aquel ensueño donde todo es efímero y utópico.
No puede ser verdad… No debiera serlo… Carlitos, tú no, por favor… – susurraba todo a mi alrededor: las nubes, los rostros ajenos, el crepitar del asfalto bajo las ruedas.
Bregando por hacer un esfuerzo sobrehumano, me vi obligado a rescatar de lo más hondo las mínimas fuerzas para abrir el cajón de las evidencias, y desempolvar los apuntes de esa arrinconada asignatura que a todos nos une: la muerte.
Entre sollozos reprimidos y una rabia difícilmente contenible hube de aceptar a medias que el momento de tu partida había llegado, así como llega lo inesperado: sin previo aviso, haciendo tambalear los cimientos del espíritu y colmando de dudas las mentes que se suponían firmes.
He de decirte, Carlitos, que una parte de mí todavía se muestra reacia a soportar tu ausencia…
En ese negro fin de semana de estío me sacié de oír que la vida es injusta, un jarro de agua fría; que siempre se van los mejores, que una desgracia así no puede ser descrita…
Sinceramente, y en la tibieza del amanecer, empiezo a creer que no hay nada más imparcial que esta indescifrable existencia nuestra. Y es que puede que hayamos nacido para interiorizar, porque de veras es así, que solamente nos será arrebatado lo que nos haya sido concedido con antelación. Ni un ápice más, ni por supuesto menos… Que desconocemos el cómo y el cuándo, pero contamos con la absoluta certeza del sentido unidireccional al que nos precipitamos, cada cual a una diferente velocidad y cadencia. Queda en nosotros la valiente determinación de atesorar cada instante, cada mirada, cada sonrisa… Casi diría que es una responsabilidad que no muchas personas se atreven a tomar, pero que, cuando se acepta, la eternidad se abre paso entre los huecos de cada instante para dejarse abrazar por el gran misterio.
Malas noticias, Carlitos, lo sé… hoy más que nunca.
Queda en mí el opaco alivio de pensar que te fuiste como se van los afortunados: suministrando felicidad, entre tus canciones favoritas y tus buenos amigos de siempre. En tu mejor momento.
Quién pudiera…
La música que antaño te acompañaba en tus labores apenas suaviza a ratos esa amarga sensación de abandono que has dejado en tu pueblo. Uno muy grande, unido y activo, por cierto, gracias a tu impecable legado. Has de saber que su gente, tu gente, está llenando con amor puro el vasto vacío que dejaste.
La familia Ferrero Ratón puede dar cuenta de ello. Y yo, como delegado, narrador y heredero de los dones del abuelo, me veo en la obligación moral de mostrar la gratitud y complacencia recibida.
La villa entera y sus aledaños se volcaron en tu penúltimo adiós.
Cuando paseo por los senderos que aún conservan tus huellas, como hendiduras que sirven de rúbrica a los pasos de los lugareños por la vida, siento que mis pies no dan la talla ante tal alcorce. Que si me giro te veré atravesar la vereda, guiñarme un ojo, enzarzarnos en anécdotas…
Miro en derredor, más allá de los esqueletos de pino y las peñas erguidas, cuyos bustos exentos recuerdan que hubo épocas mejores por las faldas de la Culebra. Que puede que aún las siga habiendo, si los homenajes traspasan la barrera entre los vivos y los nunca olvidados.
Aquellos tallos cetrinos que parecían no querer brotar por miedo al fuego, comienzan a asomar impulsados por las lágrimas de tus paisanos y parientes.
Echar en falta es un arte que duele dentro del alma…
Hoy quisiera agradecerte, desde lo más profundo de mi ser, tu breve pero intensa trayectoria.
Tú, que decidiste escapar del barullo de la gran ciudad para obrar un patrimonio diferente entre los tuyos.
Tú, que bien cuidaste de la abuela durante casi una década, y emprendiste la ardua tarea de servir de estandarte a un desierto municipio de la España ignorada.
Tú, heraldo salvador de la cultura zamorana. Brasileño de adopción, caruchero excelso, artesano y maderero, emprendedor, consejero, enfermero, hortelano, quiosquero, servidor, hermano, tío, hijo…
Tú, bendito compañero de viaje, que al ritmo del rock and roll me ayudaste a entreabrir los ojos a la noche y sus secretos.
Tú, Carlitos, último de ocho, ahora formas parte del pabellón de los pequeños héroes. Esos que maquetan el costumbrismo, conducen furgones al paraíso y hacen sonar las trompetas de latón que anuncian la llegada de un frívolo agosto.
Mientras te escribo esto, una loba huérfana de su benjamín aúlla de dolor en la triste soledad del crepúsculo. Y allá, en el cementerio, frente a tu estimado chiringuito, se amontonan las flores de quienes tanto te quisieron y quisiste.
Las campanas, carracas y guitarras doblarán por ti.
Sé que nos volveremos a ver ahí donde el sueño es eterno, así que:
Hasta la próxima, querido Carlos.
Que cielo y tierra te sean leves.
Sesnández siempre estará contigo.
… Y enfría las cervezas del otro lado
Que un corazón desacompasado
Jamás consiguió corromperte
Y por tu semblante enmascarado
Brilla el tránsito desamparado
De aquellos que encaran la muerte.
Gracias por todo.
Christian Ferrero