ESTHER CID ROMERO – 26 de agosto de 2017.
El primer domingo después de la Fiesta, es tradición en Tábara, acudir a la pradera de San Mamés a pasar el día.
Aunque cada vez los asistentes son menos, hay quien se aferra a esta costumbre con la misma fuerza que lo hacen las jaras a la tierra. Familias cuyos miembros sólo se ven en estas fechas, veteranos grupos de amigos, jóvenes y no tan jóvenes que se reúnen a terminar las existencias de las peñas. La cuña de queso, la punta del jamón, el trocito de chorizo. Sí, eso para el aperitivo o la merienda. Ahora, y ante la prohibición de encender fuego, se ven garbanzos en ensalada, paellas, corderos asados, y otras exquisiteces como cocochas o figones.
Parecerá una tontería, pero mi momento preferido es el de cargar el coche, sabiendo que siempre se olvida algo, y el del picoteo antes de comer. Charla entretenida con unos y con otros, cruzar el arroyo para aceptar con gusto la invitación a una cerveza fresquita, hablar de la sequía, de las vacas de Justo, de la avispa asiática…
Y nos sentamos a la mesa. La recuperación de los días anteriores es lenta, pesada, silenciosa. No sueles quejarte demasiado porque sabes que todos sufrimos un mal parecido, la edad. Los de menos de 20, los que apenas han dormido unas horas, dicen estar agotados, pero ¡Ya me gustaría a mí tener sus caras! Por no hablar de la actividad inagotable de los más pequeños.
Siempre me ha resultado curioso, y me sorprende gratamente, descubrir cómo cambiamos, nos amoldamos a distintas situaciones, cómo somos capaces de acoplarnos a diversos entornos, cómo incluso utilizamos diferentes expresiones y formas, en función de quien tengamos delante. Este pequeño “experimento” que todos observamos con frecuencia, me parece fascinante cuando los protagonistas son los niños. Aquellos a los que he visto correr por la plaza como rayos, con o sin bici, que te dicen un “hola” más veloz que ellos mismos, porque no tienen tiempo de pararse, no se puede perder la carrera. Esos que cenan con una mano mientras con la otra calientan la ficha de los hinchables. Los mismos que cada día te aseguran haber vivido el “el mejor día de su vida”
Cuando el bullicio se aleja y las colchonetas se pliegan; cuando Bob Esponja pierde su vigor y la sonrisa de un solo diente, ocupando apenas la parte trasera de un “camioneto”, al tiempo que los “chocones” parecen congelados y mudos; cuando los nuevos amigos del alma se van marchando entre abrazos y promesas eternas; cuando se quedan tranquilos y parecen otros. Quizá los auténticos. Es entonces cuando su conversación se vuelve tan sabia que no puedes dejar de escuchar, de aprender.
Hace ya dos horas que terminé de comer. Escucho el murmullo de “la grande, la chica y los pares” La modorra de la siesta abandona mi cuerpo trepando sombría por los riscos de Peña Miguel. La manilla se acercaba a esa zona del reloj incierta y extraña, en la que el sol hace girar sobre sí la sombra del viejo roble, en la que no sabes si tomar otro café o empezar con el espumoso jugo de la cebada. A eso de las seis lo vi acercarse por la pradera agostada, portando en sus manos con orgullo de héroe, el preciado tesoro de la jornada de pesca.
– ¡Mirad, mirad! –Gritaba mientras avanzaba en compañía de su hermana y una amiga- Hemos cogido unos cuantos.
Cada uno llevaba un vaso de los de plástico duro y traslúcido, vamos, de los de los cubatas en las fiestas. Cinco dedos de agua daban cobijo a unos cuantos animalillos que se meneaban al ritmo del paso de sus pequeños captores.
– ¿Qué son? – Pregunté para empezar la conversación
– ¿No lo ves? Cangrejos
– ¿Cangrejos?
– Sí, pero de los de río. Los de mar son de otra forma. Y como aquí hay río, son cangrejos de río. Los dos tienen pinzas, pero los cuerpos son distintos. Si quieres, puedes buscarlo en google.
Los tres siguen camino enseñando su tesoro a todo el que quiera verlo. Aprovecho para subir a la ermita con mi hermana. Aunque en agosto no la abren, y los santos no están, da gusto cruzarse con los que bajan diciendo: Hombre, ya que estamos aquí, hay que hacer la visita ¿No?
Ya de vuelta lo encontramos sentado en la manta. Solo. Mirando fijamente el vaso. Pensativo. Nos colocamos una a cada lado. Silencio.
– No saben cogerlos – Dice de repente – Les he tenido que enseñar. Las chicas son unas brutas – Concluye con gesto serio pero con ese brillo picaruelo en los ojos, que revela la inteligencia inquieta que le hace investigarlo todo.
– Pues soy chica. Tendrás que enseñarme a mí también.
Como si la conversación anterior hubiese sido solo el cebo y yo hubiera caído en la trampa, sonríe complacido y satisfecho.
– Bueno. Pero si lo haces mal no te lo dejo.
– Vale. Lo intento.
– Tienes que poner los dedos así – Le imito –Luego metes despacito la mano y lo enganchas por detrás de la cabeza. Es difícil. Si lo agarras por la cola, le haces más daño, y puede morderte con las pinzas. Es lo que les ha pasado a ellas.
Apenas lo he sacado del vaso, me dice:
– Ya. Mételo en el agua. Es por si no puede respirar fuera.
– Es bastante grande.
– Sí, es el más gordo de todos los que hemos pescado.
– ¿Y cómo le vas a llamar?
Su carita vuelve a ponerse seria. Un ligero manto de tristeza pasa fugaz por la mirada acuosa, mientras los párpados se agitan rápido, intentando disipar alguna lejana esperanza que pudiera albergar su corazón.
– No puedo ponerle nombre
– ¿No se te ocurre ninguno?
– No le quiero poner nombre. No me lo puedo llevar a casa…
– Entonces lo mejor es que lo dejes de nuevo en el arroyo – Intervino mi hermana – Así sus padres no le echarán de menos.
– Claro, eso es lo que voy a hacer ahora. Pero antes me voy a despedir.
Se levantó despacio. Se acercó al arroyo en una especie de procesión en la que él era oficiante y devoto. Pensé que vendría cabizbajo, triste, lloroso. Nada más lejos de la realidad. Encantado y risueño por haber liberado al cangrejo, se sentó de nuevo a nuestro lado y continuó como si tal cosa:
– Seguramente el año que viene lo vuelva a ver. Habrá crecido, pero seguro que me conoce. ¿Vosotras no pescabais cuando veníais antes, de pequeñas?
– Renacuajos – responde mi hermana – ¿Sabes lo que son?
– Claro. Las ranas antes de ser ranas. Es que me gustan los animales. Este año Óscar y yo nos hemos hecho amigos de un perro. Pensábamos que estaba abandonado, pero creo que al final tiene dueño. Mejor. Así tiene quien le quiera todo el año.
Mirando ahora a sus pies nos comentó las veces que se había tenido que cambiar de cazado. Debatimos sobre si eran mejor las cangrejeras que los modernos escarpines. Se negaba a creer que a nosotras también nos regañaban por mojarnos, que incluso una vez nos castigaron y nos dejaron con el culete al aire por no tener más ropa seca.
– ¿Desnudas?
– Si.
– ¿Y no os daba vergüenza?
– Hombre, éramos más pequeñas que tú.
– ¡Ah, bueno!
Hora de merendar y de recoger. Cada mochuelo a su olivo, y el polvo del camino pegado en los coches de todos.
Un tranquilo día de campo. He disfrutado de buena comida, amigos y una encantadora conversación. Martí ya ha vuelto a casa, cargado de aventuras y recuerdos. Y el pequeño cangrejo en el regato, seguramente apoyado en alguna botella de vino olvidada y que el año que viene, a buen seguro, estará fresca.