almeida –  25 de agosto de 2017.

            Desde el momento que Lucio se planteó hacer uno de los caminos más largos que los peregrinos suelen recorrer, su único pensamiento, era que en los muchos días de soledad que iba a estar en el camino,

pudiera tener esos momentos que el peregrino busca para conocerse un poco mejor a sí mismo a través de todas las aportaciones que suele hacer el camino a aquellos que disfrutan cuando sienten sus pies sobre él.

            Comenzó a caminar en tierras andaluzas con mucha ilusión, no se llegó nunca a plantear la distancia que le quedaba por delante para llegar a su meta, siempre pensaba en lo que ya había recorrido y en las cosas que había sentido cada minuto del día y cada uno de los días que estaba caminando.

            En muchas ocasiones, cuando se plantea alguna cosa con unos deseos muy grandes y esperando mucho de lo que se va a hacer, suele producirse ese desaliento que nos embarga cuando nos damos cuenta que las cosas no están saliendo como habíamos pensado o quizá en algún momento llegamos a soñar.

            Miraba a todos los lados tratando de percibir lo que la naturaleza le estaba proporcionando, pero ésta se encontraba seca y yerma. La aridez de las tierras en las que se encontraba le conferían una dureza que antes no había conocido en ninguno de los caminos que había recorrido.

            Tampoco las gentes con las que a veces se cruzaba o coincidía en los pocos sitios en los que se encontraba a alguien eran muy propensas a la conversación, en ocasiones le daba la sensación de tener que sacarles las palabras con un sacacorchos, por lo que el desánimo era mayor cada jornada que pasaba.

            La hospitalidad brillaba por su ausencia ya que en la mayoría de los albergues en los que se detenía, no contaban con esos hospitaleros con los que en ocasiones la conversación se hace tan amena.

            Pensaba que se había confundido, este camino, no era lo que él estaba esperando o quizá no lo sabía ver, ya que todas las sensaciones que otros peregrinos habían dicho encontrarse, para él estaban pasando desapercibidas o quizá era que él se encontraba ciego y no sabía verlas.

            Esa sensación de ceguera se fue alojando en su mente y acabó convenciéndose que él era el problema. Se había formado tantas ideas que ahora no sabía cómo debía verlas, estaba ciego en medio del camino y esa idea comenzó a obsesionarle, tanto, que en algunas ocasiones se llegó a perder en esos cruces de caminos, algo que no le había ocurrido anteriormente.

            Cuando cruzó el Tormes, se detuvo ante la estatua que se levanta nada más pasar el viejo puente romano y se sentó a contemplarla. Allí se encontraba un ciego como él, que se apoyaba en un lazarillo. Recordó esta anónima obra maestra que había leído tiempo atrás y comprendió que el ciego en realidad lo que tenía era solo un problema que le impedía ver como al resto de las personas, pero había algo en él que no le hacía pasar por ciego ya que siempre se anticipaba a las cosas que ocurrían a su alrededor porque había agudizado de una forma extraordinaria el resto de sus sentidos.

            En la fresca hierba que había en aquel parque se quedó dormido y en sus sueños se vio acompañado del ciego. Cuando el peregrino le contó lo que le estaba pasando, el personaje de ficción le dijo que para poder ver, primero tenía que conocerse a sí mismo, mejor que lo que hasta entonces se conocía y para eso lo mejor era saber ver el interior que todos tenemos y cuando consigamos conocerlo a la perfección, entonces ya podremos ver todo lo que nos está rodeando.

            El peregrino hizo un esfuerzo para conseguir lo que el ciego le había dicho y fue rememorando muchas de las situaciones que había vivido y creía ya olvidadas, fue conociendo cada una de las partes que formaban el interior de su cuerpo y curiosamente, con los ojos cerrados, solo agudizando los demás sentidos fue viendo todo lo que había a su alrededor, casi con tanta o más nitidez que cuando abrió los ojos.

            Permaneció allí, no recordaba cuánto tiempo, pero cada vez que su vista se clavaba en la escultura, le surgían ideas nuevas y también cuando cerraba los ojos veía y sentía cosas que con ellos abiertos jamás lo hubiera conseguido.

            Aunque estaba muy a gusto, decidió ir hasta el albergue para alojarse, se encontraba muy cerca de allí y según le habían dicho el lugar en el que se encontraba, era de especial belleza y no debía dejar de contemplarlo.

            Cuando cruzó la puerta del albergue, un hospitalero le recibió con una amplia sonrisa, algo que hasta ese momento, echaba tanto de menos, entonces se dio cuenta que ese hospitalero era su lazarillo, el que tanto había estado buscando desde que comenzó su camino.

            El hospitalero supo cubrir con creces todas las carencias y las necesidades que el peregrino había estado buscando hasta ese momento y no se sorprendió cuando escuchándole le dijo que llevaba muchos días y muchos kilómetros ciego y por fin aquí, había comenzado a ver.

            El resto del camino que le quedaba para llegar a Compostela, en algunas ocasiones, Lucio caminaba con los ojos cerrados, haciendo lo que en sueños el ciego le dijo y desde entonces el camino dejó de tener secretos para él ya que extraía de cada minuto y de cada lugar, todo lo que esperaba que le deparara este nuevo camino.

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