almeida – 13 de marzo de 2017.
Ponía tanto entusiasmo en cada una de las palabras que estaba diciendo que aunque no se creyera en lo que contaba, quienes le escuchaban estaban completamente convencidos de que todo cuanto decía era verdad, aunque no estuvieran convencidos de ello.
Juan era un peregrino de los que disfrutaba cada uno de los instantes que pasaba en el camino. Para él todo eran mensajes que solo el peregrino que los recibía debía saber cómo había que interpretarlos, porque el camino nunca mentía, solo era necesario saber escuchar y tener vista para contemplar las cosas.
En una ocasión comenzó a hablar del cambio y lo vinculaba directamente con el movimiento, según decía, las cosas y las personas que permanecían quietas nunca llegaban a cambiar, se quedaban como estáticas y cada vez que las veíamos eran siempre iguales aunque las observáramos desde todas las perspectivas.
En cambio era el movimiento el que conseguía cambiar las cosas, cuando nos movemos, vamos avanzando y cada vez que lo hacemos queremos tener cosas y sensaciones nuevas y diferentes y eso hace que todo vaya cambiando.
Para él, el camino era un cambio constante, cambiaban los lugares que nunca eran lo mismo que cuando los habíamos visto por última vez y sobre todo cambiaban las personas. El peregrino que se encuentra recorriendo el camino, permanece en permanente movimiento, siempre está avanzando hacia la meta que se ha propuesto conseguir.
Por eso los peregrinos van cambiando cada día, nunca permanecen en el mismo sitio y su afán es seguir constantemente avanzando, cada paso que dan consiguen sentir ese cambio que se está produciendo en su interior y nunca más volverán a ser los mismos.
Esa es una de las grandezas del camino, que a pesar de lo viejo que es, ha conseguido permanecer durante tantos años vivo por ese afán de cambio que siempre ha tenido y que lograba contagiar a quienes lo recorrían.