almeida –  de septiembre de 2017.

 

            Todos afirmaban que era un árbol centenario, aunque cuando lo observé detenidamente, al ver el grueso tronco que tenía de crecimiento muy lento,

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pensé que la mayoría se quedaban cortos en sus cálculos. Eran necesarias al menos tres personas con los brazos abiertos para rodear su perímetro lo que según algunos entendidos solo los árboles de su especie que tienen tal grosor en su tronco no bajan del millar de años desde que la bellota consiguió germinar en la tierra.

            Se encontraba en tierras bercianas, ya estábamos a punto de llegar al país de grelos cuando nos recibía con su enorme masa verde, o quizá nos despedía cuando pasábamos por delante de él, siempre tuve esa duda cada vez que lo recordaba.

            A lo largo del milenio de su existencia, había sido testigo mudo de muchas cosas, seguramente tantas como hojas tenían sus innumerables ramas, porque mientras el tiempo iba pasando, él siempre permanecía inmóvil y cada vez más fuerte y robusto.

            Bajo sus ramas, se produjeron muchos sucesos que ocurrieron en las cercanías y creo que todavía va a ser testigo de muchos más, parece tener una salud a prueba de todo y cuando lo observas detenidamente, ves a ese gigante con el que nadie va a poder y únicamente pensaba que seguirá erguido otro milenio.

            Muchos de los millones de peregrinos cuando pasaban junto a él, aunque no tuvieran previsto hacer una parada en el camino, se han cobijado bajo sus ramas, unas veces para protegerse del fuerte calor que en los días estivales abundan en esta zona y en otras ocasiones para protegerse de la lluvia o la nieve, también muy frecuentes en determinadas épocas del año en esta hermosa y a la vez inhóspita tierra o simplemente para disfrutar de su grandeza.

            También ha cobijado a las juntas vecinales que bajo su poder se reunían para dictar las leyes de los hombres, las que regirían a la comunidad en la que estaban viviendo y cuando alguien las incumplía, allí se hacía cumplir la ley y se dictaban las sentencias que nadie se atrevía a cuestionar, porque se habían tomado bajo la protección del viejo roble que ya se había convertido en el árbol sagrado de las gentes de aquellas tierras.

            Cada vez que pasaba por allí, también me gustaba detenerme al menos media hora bajo su protección, en esos momentos cerraba los ojos para dejar que mis otros sentidos se agudizaran para ver si podía escuchar alguna de las miles de historias que estaba seguro se guardaban en la memoria inerte de aquel fuerte tronco o quizá el viento al mecer las ramas me susurrara esos secretos que tan bien guardaba.

            Algo hizo que abriera los ojos, era un joven corzo que había salido de la maleza y también se asustó como yo, al percibir mi presencia. Por un momento, llegué a pensar que teníamos algo en común, estaba seguro que el animal acudía con frecuencia a aquel lugar, porque seguro que a él, le contaba cada día cosas nuevas y al menos sabía cómo escucharlas, por eso era atraído por el gigante que dominaba todo el horizonte.

            Una comitiva se fue acercando hasta el viejo roble, era un monje dominico que vestía de una forma un tanto estrafalaria, llevaba sobre su cabeza un gran sombrero blanco, algunos que le veían por primera vez se preguntaban si sería un príncipe de la iglesia de algún lugar tropical, aunque al escucharle hablar un perfecto castellano, llegaron a la conclusión que se trataba de un obispo seguramente de las Canarias, por el acento que daba a cada palabra que decía.

            En la comitiva, venía un grupo de jóvenes que también se sintieron atraídos por el enorme roble y cuando estuvieron cobijados sobre sus ramas, comenzaron a entonar hermosas melodías que solo interpretaban en esos lugares especiales que se encuentran en el camino.

            Fue uno de esos momentos mágicos que siempre hay en el camino, describir aquella escena tan hermosa puede en ocasiones resultar difícil, es casi imposible encontrar todas las palabras que puedan reflejar una situación como la que pude vivir.

            Alguien propuso ir hasta la cercana iglesia para seguir con aquellos cánticos que sonaban tan armoniosos y que cuando se escuchan en el camino solo consigues dejar la mente en blanco y que la melodía se vaya introduciendo con suavidad a través de tus oídos y se vaya almacenando en un lugar muy especial del cerebro para que nunca se alejen de allí y puedas recordarlas en esos momentos tan necesarios que hay en la vida.

            Cuando el grupo se marchó, decidí de nuevo volver hasta la sombra del viejo roble, deseaba sentirlo un poco más y la inesperada presencia de este grupo me había impedido hacerlo con calma, como a mí me gustaba. Ahora si conseguía estar unos minutos solo, podría disfrutar de esos momentos tan necesarios en cada uno de mis caminos cuando pasaba por allí, ya que lo había llegado a considerar como mi lugar especial del camino, ese que siempre era el primero que acudía a mi mente cuando pensaba en el camino.

            En dirección contraria, vi cómo se acercaban también hasta el viejo roble una pareja de peregrinos orientales. Venían cogidos de la mano y caminaban muy lentamente, como saboreando cada uno de los pasos que estaban dando en su camino.

            En lugar de seguir avanzando, me detuve para observar que hacía la joven pareja. Me senté sobre una piedra desde donde podía ver cada una de las reacciones de los peregrinos.

            Éstos, como si se tratara de un potente imán, se sintieron atraídos por el viejo roble y se sentaron a su sombra. Se desprendieron de sus mochilas casi sin soltar la mano que unía sus cuerpos y mientras hablaban, se obsequiaban con unas muestras de cariño en las que se percibía un amor muy especial que había en ellos.

            Así permanecieron al menos quince minutos, daba la sensación que ese tiempo había sido reservado para ellos porque nadie se acercó hasta el lugar en el que se encontraban y eso no era normal, la frecuencia de peregrinos por aquel lugar era constante.

            Decidí acercarme hasta donde la pareja de enamorados se encontraba. Ella se entendía en nuestro idioma con alguna dificultad, pero con buena voluntad siempre he pensado que hasta los que no sabemos hacerlo a través de las palabras, conseguimos llegar a entendernos si nos lo proponemos.

            Estuvimos hablando bastante tiempo, los tres nos encontrábamos muy a gusto en aquel lugar tan especial y cuando rompimos ese hielo inicial que siempre hay entre las personas que acaban de conocerse y sobre todo los orientales que siempre son más reacios a manifestar sus emociones, me dio la sensación que la joven se encontraba deseosa de compartir la dicha que emanaba de cada uno de los poros de su cuerpo.

            Me comentó que para los dos el camino estaba siendo algo especial y maravilloso, pero sobre todo, lo era todavía más desde la última semana que se conocieron y estaban caminando juntos. Se habían dado cuenta que después de buscar durante mucho tiempo a su alma gemela la habían encontrado muy lejos de su país, sabían que estaban hechos el uno para el otro y este camino les había conseguido unir y ya no se separarían nunca más.

            Cada una de las palabras que salían de la boca de la joven estaba envuelta en una calidez y sobre todo en un amor que la hacía muy especial. El brillo que desprendían los ojos de los dos certificaba cada una de las palabras que ella estaba diciendo.

            Cuando terminó de hablar, le dije que su historia me había parecido muy hermosa y por la expresión con la que estaba diciendo cada una de sus palabras, estaba seguro que el amor que había nacido entre los dos tenía unas raíces tan firmes como las del roble que nos cobijaba y como él, durarían no solo una vida, sino toda la eternidad.

            Dejé que los peregrinos continuaran su camino y cuando se alejaron, miré de nuevo al viejo árbol pensando que en el poco tiempo que llevaba allí me había obsequiado con unas hermosas historias y sentí envidia de no poder acceder a su interior para poder empaparme de todas las que estaba seguro que guardaba.

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