almeida – 6 de diciembre de 2014.

Por la tarde, casi todos los peregrinos que se alojaban en el albergue se encontraban en el patio y en el jardín. Unos contemplaban lo que hacían los demás o se empapa­ban de ese espíritu jacobeo que solo se respira en estos lu­gares donde se intercambian todo tipo de experiencias y, a veces, también los sentimientos que se acumulan en cada jornada. Otros se afanan por reflejar en sus diarios lo que la jornada les ha ofrecido y unos pocos deambulan por la co­cina preparando esos alimentos que les permitan recuperar las fuerzas que han dejado en cada paso de esta dura jorna­da.

En una de las mesas, se encuentra sentado Satoshi, un peregrino japonés atípico, al menos para mí, ya que siempre que me he imaginado a un peregrino de este país veo a un ser menudo, más bien bajo y con una permanente sonrisa en su rostro. Satoshi mide más de un metro ochenta y es fuerte, más bien robusto, quizá se trate de un agricultor o un empleado en alguna siderurgia, aunque sus rasgos dela­tan enseguida su origen.

Este peregrino tiene una abultada carpeta llena de hojas de un papel especial y lleva un estuche de cuero que cubre con un paño y maneja con sumo cuidado. Observa todo lo que hay a su alrededor hasta que llama mi atención hacien­do que me acerque hasta su mesa para ver qué es lo que necesita.

Atropelladamente me dirige unas palabras que no logro comprender, le pido que hable con más calma, pero todas las explicaciones que me da son de nuevo incomprensibles para mí. Cerca se encuentra Isabor, ella domina la lengua de Shakespeare y seguro que podrá comprender lo que el peregrino desea, pero incomprensiblemente este peregrino solo habla y comprende su idioma y llega casi a desesperar­se tratando de que le comprendamos.

En alguna ocasión, leí en algún sitio que los seres hu­manos disponemos de varias formas para hacernos com­prender. Pensamos que a través de la palabra es como lo hacemos habitualmente, pero en un porcentaje muy alto, es a través de los gestos que hacemos con nuestro cuerpo. El lenguaje solo facilita y complementa este diálogo.

Trato por gestos de saber lo que Satoshi trata de expli­carme y entonces también él se olvida del idioma. Ahora parecemos dos sordomudos hablando a través de nuestras manos y de los gestos que hacemos con nuestro cuerpo y comenzamos a comprendernos.

Satoshi me explica que su afición y su arte es la caligra­fía y le gustaría dejar una muestra de ese arte en el alber­gue. Ha observado que la llama del amor arde entre la pare­ja de hospitaleros, se siente en la profundidad de sus ojos y de las miradas que se dirigen y desearía plasmarlo en una de sus obras.

Los hospitaleros se sientan junto a él en la mesa. El pe­regrino, con esa paciencia de quienes no tienen prisa por hacer bien las cosas y dedicarles el tiempo que precisan, va abriendo lentamente la carpeta de la que extrae un folio blanco. Está confeccionado con un material especial, parece uno de esos pergaminos artesanales que se confeccionan para hacer cosas especiales. La pasta tiene un grosor y una textura que permite que la tinta se impregne con delicadeza y se conserve durante mucho tiempo.

Extiende el estuche. Dobla con sumo cuidado el paño que lo cubre y deja al descubierto varios pinceles de diferentes tamaños y grosores. Busca el que mejor se adapte a lo que él necesita y de una pequeña bolsa saca un tintero de plástico. Al destaparlo se percibe una tinta espesa, de color negro, que los pinceles han ido dejando en el borde cuando eran escurridos.

Toma con firmeza el pincel y lo introduce en el tintero. Los pelos se hinchan al sentir el húmedo contacto de la tinta que los impregna por completo. Con suavidad posa la punta del pincel en el borde del tintero y escurre la tinta que sobra, dirige el pincel hacia el papel y, con un movimiento firme y seguro, hace un carácter en el papel. Luego vuelve a introducir el pincel en el tintero y así va repitiendo este gesto hasta que da por terminada su obra. Con un pincel más fino pone el nombre de los amantes en el extremo inferior izquierdo del pergamino y la fecha.

Por unos instantes, cierro los ojos y veo ante mí a los grandes calígrafos y copistas que en los monasterios medievales se dedicaban a reproducir y copiar las grandes obras que sirvieron para difundir la cultura en la Edad Media.

Una vez terminada su obra, el peregrino realizó un gesto de satisfacción como quien ve por fin terminado de una forma satisfactoria el trabajo que debía realizar.

Le pregunté a Satoshi el significado de aquellos caracteres. Me respondió con una voz dulce que no logré entender, aunque comprendí inmediatamente ya que sonaba a algo muy hermoso por el tono y el sentimiento con el que lo había dicho. Sathoshi pensando que no le comprendía, cogió de su mochila un pequeño diccionario y buscó la traducción de lo que había reflejado en su obra. Con el dedo me señaló lo que yo esperaba, la palabra «amor». Él había sabido captar, y luego plasmar, el sentimiento que allí ha­bía, esa magia que flota en el ambiente y solo lo perciben quienes lo experimentan y en algunas ocasiones esas perso­nas elegidas dotadas de gran sensibilidad.

Los dos hospitaleros cuando escucharon esas hermosas palabras, sin soltar sus manos, las apretaron un poco más y con un apasionado beso ratificaron lo que el peregrino les decía.

A través de este lenguaje universal que son los gestos, se mantuvo una profunda conversación en donde las palabras estuvieron ausentes, pero cuántas cosas se pudieron decir en aquellos momentos que para nuestros protagonistas fue­ron muy especiales y seguro que no olvidarían jamás.

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