almeida – 13 de abril de 2015.

                Desde ese mismo instante en el que los animales abandonan el útero materno, sienten ese instinto que portan en sus genes de avanzar. Ya no se detendrán nunca hasta el último suspiro, siempre seguirán adelante, unas veces lo harán para no ser el objetivo de quienes le buscan entre los más débiles, como esa presa fácil de capturar y en la mayoría de las ocasiones lo hacen por la necesidad de encontrar esa necesidad que tienen de seguir siempre hacia delante, buscando algo mejor que lo que están dejando atrás.

                El ser humano ha ido evolucionando de una forma diferente al resto de los animales, aunque hay muchas cosas en las que apenas se llegan a percibir esas grandes diferencias.

Ha perdido esa capacidad de poder desplazarse en los primeros momentos de vida. Seguramente desde que dejó de caminar a cuatro patas, sus facultades se hayan visto sensiblemente mermadas ya que en los primeros años de su existencia es dependiente de una manera muy especial, al contrario que ocurre a gran parte de los animales que ya pueden hacer por si mismos algunas cosas básicas desde el primer momento que comienzan a respirar de una forma autónoma.

                Pero ese instinto de avanzar, de seguir hacia los nuevos horizontes que se abren a la vista se ha convertido en esa aventura universal por la que estamos en el mundo y que todas las especies tratan de alcanzar.

                Algo parecido, le ocurre a los peregrinos, siempre van buscando nuevos horizontes, nuevas sensaciones, aunque ya hayan pasado por aquel lugar en muchas ocasiones, también sienten esa aventura universal que les hace diferentes y les mantiene vivos mientras continúan avanzando.

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