ESTHER CID ROMERO – 27 de septiembre de 2017.
Un mes cualquiera, de cualquier año. Sólo tiene que ser sábado y que estemos en Tábara.
Un hilillo de luz se cuela por nuestra persiana. De fondo se escucha el jaleo de coches y gente que descarga y coloca el género en los puestos. Al oír la puerta de la calle, sabemos que Mery ya ha salido a por el pan. Es lo primero que se hace. Si te descuidas un poco, te quedas sin él. Mi hermana se estira y murmulla:
– Vamos Koko – Es uno de mis múltiples apodos – Hay que levantarse.
Como soy más perezosa, aguanto aún un ratito. Justo hasta que mi madre vuelve. Entonces me apresuro a gritar:
– ¡Buenos días mamá, bajo ahora mismo!
– ¡Venga que hay que ir al mercado!
En su primera salida ya ha localizado las lechugas más tiernas, las cebollas más hermosas y controla precio de legumbres y patatas. Además nos mete prisa asegurando que ha visto unas camisetas muy bonitas y calcetines de los que queremos. Desayunamos rápido, camas y otras tareas domésticas hechas a toda velocidad. Nos lavamos. Estamos listas.
Ya en la puerta de casa te haces una idea del éxito del día, echando un simple vistazo al número de pollos que tiene dando vueltas en el asador, el del camión que aparca en las traseras de Daniel y Laureano. En la parte más baja los primeros encargos comienzan a lucir su piel dorada, son los que serán entregados a la una. Arriba, casi recién ensartados, los que recogerán aquellos que apuran los vinos hasta las tres.
Vamos caminando, sorteando cajas, sacos y carros de la compra. Saludando a vecinos, a conocidos de otros pueblos, a padres de amigos…
Da igual la concurrencia y la hora que sea. Como si de un capricho del destino se tratara, te vemos aparecer siempre por el mismo sitio: donde José se pone con las flores. El caminar inconfundible. Lento. Parece que no apoyas los pies. Tu cuerpo enjuto flota sobre el asfalto sin apenas rozarlo. Una actitud casi felina. Mirándolo todo. Observando a todos. Igual que la de los gatos que te rodean en la huerta. Nunca tuve claro si eras uno más de la manada o ellos pequeños vástagos tuyos. Siempre en corrillo a tu lado, en torno a las piernas. Sólo se retiran cuando la hoz lanza las rápidas dentelladas a esa hierba insolente, que se empeñaba en crecer y crecer sin atender a razones. Cuidas con mimo los frutales y llegado el tiempo, nos ofreces ciruelas a la voz de:
– ¡Niña, trae una bolsa!
– ¡Solo por no entrar en casa… Tíramelas!
– Venga, vale.
De una en una, nos arrojas los pequeños frutos.
– Son las primeras. Mirad a ver como están.
La tapia que da al callejón es la frontera del territorio. Los gatos se paseaban por las piedras altivos, vigilantes. Un fugaz rayo de celos atraviesa las pupilas dilatadas. Quieren tus atenciones en exclusividad.
– ¡Vamos, vamos, animaos Marías, que hoy traigo conjuntos de moda de buenas marcas!
La voz penetrante de la gitana me lleva de nuevo al alborotado lugar. Ya estás cerca.
El protocolo se repite sábado tras sábado. En cuanto nos ves te detienes en medio de la calle con la manos hacia atrás, escondiendo tu compra. Sin decir nada. Sólo comienzas la conversación cuando mi hermana y yo nos acercamos a darte los besos que esperas.
– ¿Qué tal niñas?- en la pregunta también incluía a mi madre, claro.
– Bien. Vamos a dar una vuelta.
– Yo ya la di.
– ¿Compraste algo? – Sabemos de sobra cual será la respuesta.
– Si. ¿Queréis?
Entonces llevas los brazos hacia delante mientras abres la bolsa de plástico blanco. Metemos la mano y sacamos uno par de caramelos cada una. Miel, menta, limón… El maldito tabaco dejó maltrecha tu garganta y dices que comerlos te alivia un poco la carraspera.
Hace unos años nos contaste que habías plantado unos árboles en una tierra que tenías no se donde. A partir de entonces la pregunta sobre ellos se hizo fija en la charla.
– ¿Cómo van los castaños?
– Pues mira, fui este martes a dar un paseo y no van mal. Al principio se me secó alguno, pero los que prendieron, parece que tiran.
– ¿Pero han crecido?
– Jajaja. Eso no se nota día a día, ni casi de año en año. La próxima vez que vengáis con vacaciones os los enseño.
El tiempo fue pasando. Los caramelos y la promesa de subir a los castaños se repetió hasta que Mery nos contó que estabas muy malito… y finalmente….
El día que recibí la triste noticia noté algo distinto en los ojos de tus gatos. Ya no había celos en ellos. Ahora nos mirábamos fíjamente y comprendimos que todos habíamos perdido a alguien especial.
El sonido silvante de la hoz me sacó de la modorra solariega en la que suelo caer después de bañarme. Me incorporé ligeramente. Una figura delgada conmenzaba a lanzarle algo a mi madre. Ella lo recogía con ágiles movimentos mientras hablaban. Ese tono de voz… ¡No puede ser! me dije a mí misma
– Probadlas, a ver que tal. Son las primeras pero no tienen mala pinta…
Querido amigo, te percibo en el ir y venir de tu hermano limpiando la huerta; te siento en el suave sabor de las peras tempranas; reconozco tu alegría en la eterna sonrisa de Magdalena; te encuentro en la mirada de tus sobrinas, de ese color especial, tan vuestro.
Este verano, un catarro virulento entró en casa y tras los medicamentos necesarios, nos quedamos con la voz un poco tomada.
– Esther, parece que no se te ha quitado la tos del todo.
– No. Pero ya no quiero más jarabe, que me marea.
Mi hermana fue al mercado a unos recados y… ¿Qué me trajo? Una bolsa de plástico blanco… llena de tus caramelos. Entonces pensé que no me había despedido de ti como era debido.
Sirva este pequeño recuerdo para saldar mi deuda. Quizá algún día se cumpla tu promesa y veamos los castaños fuertes y hermosos, llevando con orgullo tu nombre hasta el cielo.
En memoria de Luis Morais. Un amigo.
Mery, Isamari y Esther
26 de septiembre de 2017