almeida – 07 de marzo de 2016.
No me acuerdo de su nombre y aunque lo recordara, para mí, siempre será la peregrina llorona que fue como la bauticé cuando la conocí.
Llegó al albergue en el que me encontraba y enseguida me di cuenta que era diferente a las demás. Era muy dicharachera y hablaba casi por los codos, pero no podía pasar más de diez minutos sin dejar escapar una lágrima. Tenía lágrimas de alegría, lágrimas de emoción, lágrimas de tristeza, lágrimas de pena. Era su carácter y su forma de ser las que provocaban que cada cosa que decía o escuchara, lo sentía tanto que enseguida rompía a llorar.
Su primer llanto se provocó cuando me comentó que ese era su último día de camino, ya no disponía de más vacaciones y al día siguiente regresaba a su casa, lo que hacía que se encontrara muy triste a pesar de la sonrisa permanente que había en sus labios y hacía que las lágrimas afloraran enseguida resbalando por sus mejillas.
También lloraba cuando recordaba las vivencias que el camino la estaba regalando, eran tan entrañables y tan maravillosas que no las olvidaría nunca.
Como le comenté que a mí me gustaba mucho escuchar las historias que los peregrinos me contaban, enseguida dijo que ella tenía mil y una historias que contarme. Le dije que con una que compartiera conmigo sería suficiente y ya me contaría más adelante las mil restantes. Después de quedarse unos minutos pensando, me dijo que me contaría una muy reciente que le había ocurrido ese mismo día.
En uno de los pueblos por los que discurría la etapa, se detuvo en una fuente para llenar la botella y beber agua. Se sentó unos minutos a descansar en un banco que había en la fachada de una casa contemplando a las gentes del lugar y a los peregrinos que pasaban por la calle.
Cuando reinició su camino y había recorrido dos kilómetros, se dio cuenta que no llevaba su bordón, lo había dejado olvidado junto al banco por lo que decidió regresar a por él. Eso le iba a requerir un esfuerzo extra de una hora más de camino lo que lamentó en cada uno de los pasos que estaba desandando. Tenía una complexión fuerte, por lo que este sobreesfuerzo iba a resultar excesivo para ella.
Cuando llegó al banco que había servido para su descanso, no vio por ningún lado el bordón y pensó que había realizado un esfuerzo en vano, hasta que se abrió la puerta de la casa y apareció su dueña con el bordón en la mano.
-Sabía que regresarías a por el – dijo María Luisa.
-Gracias, qué alivio dijo la peregrina llorona – al no verlo, pensé que había realizado en vano el esfuerzo de regresar.
-Pasa y te pongo un café con leche o un refresco – dijo la mujer.
-No quiero molestarla – comentó la peregrina.
-¡Que me vas a molestar!, así me haces compañía un rato, una vieja como yo lo único que desea cada día es algo de compañía y un poco de conversación.
Algo le decía a la peregrina que no podía declinar aquel ofrecimiento y penetró en el interior de la casa.
Se trataba de una robusta construcción de piedra que debía tener cerca de doscientos años, los techos estaban sujetos por fuertes vigas de roble y encina que ofrecían esa solidez necesaria para soportar perfectamente el paso del tiempo.
María Luisa irradiaba felicidad y la contagiaba a quien se encontraba a su lado y la peregrina se encontraba muy a gusto con ella. Mientras preparaba el café fue haciendo una pregunta tras otra a la peregrina, lo hacía con tanta rapidez que ésta casi no tenía tiempo para ir contestando a todo lo que la anciana preguntaba.
Mientras tomaban el café, María Luisa se ofreció a enseñarle la casa, era una amplia residencia que en otro tiempo debió encontrarse muy animada y concurrida.
Los muebles y todos los complementos que había en cada una de las estancias estaban elaborados con maderas nobles y se habían colocado con tanto gusto que cada uno que veía le gustaba a la peregrina más que el anterior.
Pero lo que más la sorprendió fue el verdadero museo que había en cada una de las habitaciones.
En una conservaba todos los bastones que a lo largo de su vida se había dedicado a coleccionar. Los había de todo tipo de maderas y las empuñaduras eran de formas y materiales diferentes. No llegó a contarlos, pero seguro que había más de cien colocados en un orden de quien sabe hacerlo con mucho gusto.
En otra habitación, guardaba colecciones de numismática y filatelia. había sellos y monedas de todos los países y de todas las épocas, la peregrina pensó que allí tenía que haber una fortuna, pero el valor que cada pieza tenía para María Luisa era el recuerdo que le producían ya que iba hablando de la historia de cada pieza y recordaba cómo habían ido llegando a sus manos.
Otro de los cuartos era un museo dedicado al calzado, no solo había zapatos y botas de todo tipo y color, también guardaba los utensilios que los artesanos utilizaban para su elaboración.
No recordaba cuánto tiempo llegó a pasar en aquella casa, pero resultó tan agradable que a la peregrina se le pasó como un suspiro. Entonces se dio cuenta del camino que aún le quedaba por hacer y le dijo a Maria Luisa que a pesar de lo a gusto que se encontraba, debía seguir su camino, pero la prometió que un día volvería, entonces dispondría del tiempo suficiente para ver con calma todo lo que María Luisa deseaba enseñarle.
Ésta, insistió para que se quedara a dormir allí, disponía de un cuarto para ella y al día siguiente podría continuar su camino. Pero la peregrina debía llegar hasta el pueblo en el que yo la conocí ya que era allí donde tenía que coger el autobús al día siguiente para regresar a su casa.
Cuando se despidió de María Luisa con un abrazo, ésta le cogió la mano y dejó algo en ella diciéndole:
-Esto, es para ti, para que te tomes un café a mi salud cuando termines de andar, no puedo darte más porque la pensión que tengo no da para mucho, pero acéptalo aunque sea poco.
La peregrina abrió su mano y vio en ella un billete de cinco euros.
-No puedo aceptarlo – dijo.
-Me hará mucha ilusión que lo hagas y cuando tomes el café te acuerdes de mí.
La peregrina se dio la vuelta y siguió su camino, atrás se quedaba la anciana que no pudo ver como un torrente de lágrimas desbordaba sus ojos y se esparcían en el suelo mojando el polvoriento camino.