Isaías Santos Gullón – de abril de 2017.

 

 A todos vosotros, los que vivís en la sagrada soledad que os lega el monte y la llanura, os voy a contar un cuento. Cuento que quizá un día se transforme en realidad y cuya resolución yo os deseo que sea semejante al fin de este relato.

 “Este era un labrador tabarés que tenía una tierra en “Carcabón”. Las agrestes montañas le hacían abrigo y del naciente arroyo recibía cada día un aliento de frescor. Había plantado, rodeándola, un ciento de chopos canadienses, de esos cuyas ramas, en pleito con el cielo, luchan por acariciar con su copa el azul del infinito. En una esquina una choza de pared de adobes hechos con sus manos, guardaba los aperos hortelanos y en el mismo centro, majestuoso, regalaba sombra un tilo sensual y perfumado.

 Plantara en esta tierra nabos o arraña, trébol o alfalfa, los ciervos y los corzos, en las calladas noches, conocían el lugar tranquilo en el que existían los más frescos bocados. Y siguiendo el curso del arroyo bajaban de “El Casal” subían de “San Mamés” o se descolgaban de los agrestes riscos por entre los tupidos jarales, para darse nocturna cita en aquel escondido paraíso.

 Compró el labrador alambre de espino. Clavó estacas en la negra tierra y cercó la finca a la altura que pensaba no saltarían los ágiles animales. Mas, al paso de los días diose cuenta de que era insuficiente el obstáculo que interpuso. La tentación del jugoso y fresco verdor templaba el nervio vibrante del salvaje rumiante y quiso entonces ver cómo pasaban los nocturnos visitantes a su fragante parcela.

 Encerróse al oscurecer en la caseta diminuta y vigilante, por la entreabierta puerta, estático en su espera, sentía, cómo lenta la naciente noche traía a su entraña serena y misteriosa el murmullo del eco sagrado, que se posaba como una caricia ingrávida en las frágiles hojas ante el destello plateado de la luna.

 No se dio cuenta el pobre labrador cómo los ciervos saltaban la espinosa cerca. Cuando los vio era un soberbio rebaño el que pacía confiado en nabal fragante. Contempló durante un rato cómo engullían con ansia el forraje adornado de rocío, y cómo, entre bocado y bocado, oteaban nerviosos el horizonte desconfiando de la tranquila quietud.

 De golpe abrió la chirriante puerta, su voz ronca rasgó el tul oscuro de la noche, y sus manos dieron dos palmadas cuyo eco se perdió repitiéndose entre valles y gargantas. Los ciervos como una exhalación, desparecieron prestos y veloces. Mas uno, azarado y nervioso, calculó mal la distancia y al saltar, quedó preso en las púas del alambre. Luchó desesperado y al hacerlo, más y más se enredaba, hasta que cansado y destrozado se rindió sangriento y espumoso, mirando con bravío destello y vidriosa dulzura el alfombrado y luminoso firmamento.

 Nadie sabe cómo trascendió la noticia de esta fortuita captura, ni se conoce si el labrador saboreó la jugosa carne del salvaje rumiante. A los dos meses en el Juzgado provincial se celebró juicio por supuesta infracción a la Ley de Caza y Parques Nacionales.

 De la boca del fiscal, salían fáciles y precisas frases que afirmaban la culpa del labrador. Quería asemejar la alambrada protectora a una trampa instalada. Y alegaba como apremiante la espera premeditada del labrador. Defendiendo su postura, era una maravilla la fluidez de su verbo y del portento de su memoria salían con precisión artículos y notas en las cuales se hallaba inculpado el acto cometido.

 No llevaba defensa el labrador, tal era la certeza de su inocencia. Mas, al intuir el cariz que tomaba el caso, optó por autodefenderse y así, ante el silencio de la concurrencia se expresó: – “Señor juez. El caso que se me inculpa, me trae a la memoria otro similar que le ocurrió a mi abuelo. Si me lo permite se lo expondré. – ¡Adelante!, contestó el comprensivo juez. – Iba un día mi abuelo por una calle de esta capital, cuando una ráfaga de aire levantó una teja del alero, y al caer diole en la cabeza haciéndole una profunda herida mientras se rompía en mil trozos. Cuando mi abuelo se limpiaba la sangre que le corría por el rostro, salió corriendo el dueño de la casa, el cual le exigía que le pagara el valor de la teja, ya que él la había roto. ¡Pero hombre!… trató de explicarse mi abuelo… “Nada, nada”, respondió el propietario, “ante la Ley usted es culpable”. No llegaron a un acuerdo y el elegante provinciano denunció el caso a los tribunales. Hubo juicio. En aquella ocasión el defensor del dueño del inmueble presentó batalla tendiendo sus armas en torno a la conocida frase: “el que rompe, paga”. Y después de aquella tormenta verbal, cuando en la sala reinaba la más expectante calma, se oyó serena e inmutable la voz de la justicia: – ¡¡Culpo al viento, pues fue él quien levantó la teja!!

 No dijo más el humilde campesino. Con el rostro ligeramente turbado regresó a su sitio y en su alma campera no resonaba el acento del murmullo de la sala, sino el fragor del tambor de la victoria.

 Veíase el gesto iluminado del juez sagaz y noble que, pensativo y silencioso pedía orden en la sala agitada por sonrisas y comentarios.

 Cuando todos callaron, se adivinaba el hálito de la Diosa Sabiduría que envolvía con su destello cristalino la mente justiciera. Y con voz autoritaria y seca escribió en el cálido ambiente esta sentencia: – ¡¡Culpo al miedo, pues fue él quien traicionó los reflejos del ciervo!!

Todos quedaron admirados de la sabiduría y comprensión del buen juez, y al salir de la sala, alguien con voz cosmopolita y refinada comentó: – Para que luego se diga que no hay mentes agudas entre los hombres del campo…

Publicado en la página cinco CORREO DE TÁBARA  en El Correo de Zamora de 23/3/1974.

JUAN CID ARIAS

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