almeida – 17 de octubre de 2014.

Cada día, llegaban al albergue cerca de cien peregrinos, la mayoría al día siguiente serían seres anónimos, pero siempre había unos pocos elegidos que dejarían una huella que da sentido a la hospitalidad que estaba ofreciendo.

Ese día, nada más cruzar la puerta del albergue, supe que ella sería uno de los seres elegidos que me iba a deparar la jornada.

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Era esbelta, no recuerdo su nombre pero qué importa, sus grandes ojos de azabache oteaban la estancia, fijándose en los pequeños detalles hasta que se cruzaron con los míos y, durante un corto espacio de tiempo que pudo ser una eternidad, pude contemplar como a través de ellos nos di­jimos muchas cosas y pude ver en su interior un alma que se sentía atormentada y estaba triste. Casi era la hora de comer y la invité a que compartiera mesa con otros peregri­nos y sin decir ni una palabra, asintió con la cabeza.

Su compañía era agradable, su presencia inundaba la estancia a pesar de su amplitud y las personas que allí se encontraban. Daba la impresión de que ella lo ocupaba todo.

Cuando comenzó a hablar, de su garganta fluían las pa­labras con un tono de amargura, decía que se había puesto en el camino para reencontrarse, se sentía perdida, la vida había sido últimamente muy injusta con ella y tenía que buscar su camino ya que ahora no sabía qué rumbo debía dar a su vida.

Viendo su estado de ánimo la propuse que descansara y continuara hasta el pueblo siguiente donde encontraría un ambiente más espiritual que vendría muy bien a su estado de ánimo. Aquella invitación me salió desde lo más hondo y quizá desde el subconsciente, ya que no quería perderme su presencia y su compañía. Ella rechazó mi ofrecimiento argumentando que el destino la había llevado hasta allí y se encontraba muy a gusto con las personas que estaba.

Entonces la ofrecí llevarla por la tarde hasta el otro al­bergue con las personas que desearan venir y pasábamos la tarde en un lugar que recoge la magia y la esencia de este camino.

Se animaron a acompañarnos dos peregrinos más, los cuatro nos acercamos a este lugar en el que el caminante respira el verdadero espíritu que busca en el camino.

Tras la cena hay un momento especial de oración. Ésta se realiza en el coro de la iglesia, a la luz de las velas. Los peregrinos van abriendo su alma y comparten con el resto las experiencias que están teniendo en este camino mági­co.

Cuando le tocó el turno a mi peregrina, contó a los de­más que hoy se encontraba perdida hasta que yo la acogí, había encontrado su «ángel» del camino y la luz que estaba buscando comenzaba a percibirla.

—Un «ángel» —pensé—, eso es lo que yo he encontrado.

A la luz de las velas un halo contorneaba su cuerpo y la hacía brillar sobre el resto, creo que los demás se percata­ron de ello porque todas las miradas fueron a posarse en el «ángel» que yo les había llevado.

Ahora su voz sonaba con otro tono. Hablaba con alegría. El pesimismo inicial se había convertido en seguridad y los negros ojos brillaban con un resplandor que solo puede en­cender la felicidad.

De regreso a nuestro albergue, solo había palabras de agradecimiento. Todos habían tenido la experiencia que estaban buscando al comenzar el camino. Una enorme ale­gría colmaba su alma, el espíritu del que habían bebido se introdujo en ellos y lo conservarían para siempre.

Durante la noche no pude dormir con tranquilidad, pensé que había sido uno de los muchos sueños que estoy teniendo cuando con satisfacción y alegría ofreces lo mejor de ti a los demás.

Mientras preparaba el desayuno, aunque me encontra­ba de espaldas a la puerta, noté su presencia y me volví, ahora veía un rostro feliz. No tenía nada que ver con la ima­gen que unas horas antes llegó al albergue. Por todos sus poros irradiaba satisfacción, como si un rayo divino la hu­biera alcanzado.

Ahora podía ver en su plenitud como su presencia inundaba la gran estancia en la que nos encontrábamos y su amplia sonrisa contagiaba a quienes se encontraban en ella.

Llegó la hora más triste de cada jornada. La despedida es un momento donde los sentimientos se cruzan, por un lado la tristeza de ver marchar a una persona querida y por otro la inmensa alegría de comprobar como continúa su camino con la satisfacción de haber realizado todo lo que está en nuestra mano para hacer su estancia más cómoda.

Nos fundimos en un sentido abrazo y le susurre al oído:

—Espero que encuentres la luz que estás buscando y que ella ilumine tu camino.

—En este albergue una vela me ha iluminado y sé que la luz que me ha dado no se apagará en mucho tiempo —me contestó.

Se dio la vuelta y continuó su camino. No vi como reco­rría el camino acodado que hay a la izquierda de la Catedral y la perdí de vista. Luego me quedé meditando y entonces comprendí que no le hacía falta seguir el camino que hacían los demás, ella era un «ángel» y como un ser espiritual ha­bía atravesado los grandes muros de piedra y se había acer­cado hasta donde descansaba el santo caminero para decir­le que su obra, que creó nueve siglos atrás para reconfortar a los peregrinos, seguía más viva que nunca.

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