Isaías Santos Gullón – 20 de abril de 2017.

 De estirpe labradora, heredero de aquellos hombres hechos de nervio y valor, portador en su figura de la grandeza del tiempo inextinguido, nació en Tábara,

un día lejano, un hombre que es retrato viviente de la fuerza que duerme su descanso pasajero en la entraña profunda de la tierra.

 En mi recuerdo está perenne su figura. Era un día de inclemente sol, y él, moviendo a rítmicos golpes la guadaña, iba segando con matemática precisión la hierba que crecía con voluptuoso verdor en el seno fresco del “Prado Concejo”. El olor del heno segado le envolvía y de su rostro desnudo brotaba cristalino el rocío de su trabajo sagrado. Sus poderosos miembros, su pecho amplio y agitado, sus espaldas anchas y nervudas me hicieron recordar el genio creador de Julio Antonio; aquel malogrado escultor que elevó, en un arranque de fecunda facultad creadora, el esfuerzo del trabajo campesino a horizontes ideales y que materializó el esfuerzo de sus gentes, en el busto lleno de soberana belleza, y titánica fuerza, del humilde y desconocido “Cabrero zamorano”.

 El hacha en su mano se convertía en cincel artesano y con certeros golpes poco tiempo tardaba en podar la bronca encina de los “Carrascales” o el nervudo roble de “La Ribera”. Las cepas de “El Casal” saltaban cuando el pico hacía palanca en las aristas de las piedras bravas las huellas de sus botas y recuerdan todavía las jaras más antiguas el turbión de sus manos trabajadas. Los trigos de “Campolimas”, las cebadas de “La Chana” y los centenos de los abeseos de “La Picota” y “La Balina”, caían orgullosos al golpe de su hoz. Las viñas de “El Barreto” y “La Folguera” esperaban impacientes sus tijeras que cortaban como una caricia los sarmientos de la rugosa cepa.

Día tras día, año tras año, entregado a la labor más antigua que recuerdan los siglos. Tan sólo una vez salió de la tierra que le vio nacer. Lo llamaron a defender tierras que él no conocía y el aliento de su pecho noble escribió un poema de valor y entrega entre el aroma del espliego, en las crestas de aluvión y yeso, entre olivos y marañas, en la antigua y erosionada tierra de la vieja Alcarria. A su regreso no le esperaban mozas ni charangas. En el corral de su difunto padre estaban los arados, las azadas y los picos. Aguzó las rejas, engrasó los cornales y retumbando en sus oídos el eco de los tambores, empuñó con fuerza y cariño la mancera y siguió ebrio de nobleza y alegría el lento paso de las flacas vacas que partían en dos el seno dormido de la infinita paramera…

 Desde entonces ni un respiro. Tan sólo, en las noches invernales, con el polvo del salvado en el vello de sus manos, entre pienso y pienso, se acercaba al bar y sentado al calor de la estufa oía los relatos que, llenos de una inocencia maravillosa, suelen contar en estas ocasiones los hijos de la tierra.

 Ahora, ya cansado, respirando el descanso que renace en el sueño de la última esperanza, siente en el tuétano de sus huesos el humor frío del naciente reuma. Su raída boina cubre con misericordia la incipiente calva; sus manos duras semejan la raíz de la jara bravía cuando se aferra al abrupto pedregal; la camisa de franela vieja y limpia, cubre el noble pecho que un día sembrara los espacios de aroma viriles. Y sus ojos, a la sombra de los párpados caídos, ven iluminados por el farol de un desengaño repetido el pago que da la vida a su esfuerzo cotidiano… – Ya no puedo trabajar –me dijo hace poco-. Los hijos están colocados. Venderé la pareja y las tierras, si hay quien las quiera. Mal será que para lo que me queda de vida no me llegue.

 Juro que en aquel instante una congoja anuló mi voz y no pude consolarme. Mi mente se inundó de ideas imposibles, mi alma se llenó de penas, mi corazón de ansias inconcretas.

Tú, uno de tantos, de tantos que han regado y riegan con su sudor la milenaria estepa, ves, al final de tus días, el pago que da a tus esfuerzos esta sociedad que se llama a sí misma civilizada y cristiana. De esta sociedad que navegante en la onda que roza lo imposible, no es capaz de detener su vuelo lleno de egoísmo y de delirios y acercarse a los lares de tu alma. ¿Y sabes por qué? Porque teme que al hacerlo, tu humildad, tu nobleza, tu total entrega, enciendan los sentimientos de su conciencia y vean, reflejado en el crisol de los días ya pasados la terrible marginación en que te han tenido.

 En tanto en que ese sueño eterno de su espera, en ese aún lejano porvenir que se vislumbra, tú y todos los que en tu generación son y han sido, iréis paseando vuestro dolor por la amarilla tierra de Castilla. Como las pasadas, generaciones vendrán que seguirán el camino que tú ya has recorrido. ¡Ojalá vuestros dolores muertos siembren su camino de alegría! ¡Ojalá vuestros sueños y esperanzas sean para ellos realidades amanecidas!

 

Publicado en la página cinco CORREO DE TÁBARA  en El Correo de Zamora de 11/4/1974. 

 JUAN CID ARIAS 

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