almeida – 22de abril de 2016.

             El primer día que me encontraba ejerciendo como hospitalero voluntario en un albergue de un pueblo riojano, todo estaba resultando muy nuevo para mí,

quizá era una continuación de mi vida peregrina, una parte de lo que veía en la sala de recepción, hasta ese momento lo había experimentado antes como peregrino estando al otro lado de la mesa.

            Siempre había deseado recibir a los demás, lo haría de la mejor forma que a mí me acogieron, por eso imité a aquellos hospitaleros de los que tan buen recuerdo guardaba por la buena acogida que me habían dispensado.

            Mi compañero se encontraba a mi lado, para los dos era nuestro primer día y estábamos ávidos de ir recibiendo a todos los que solicitaban acogida en nuestro albergue.

            Por la tarde, cuando ya estaba casi lleno el albergue, llegaron tres peregrinos que parecían diferentes de los demás. Vestían muy bien y no llevaban el atuendo ni los útiles de los peregrinos, solo unas pequeñas bolsas colgaban de sus hombros. No llevaban mochila, ni saco, ni bordón y tampoco se les veía ningún símbolo jacobeo, ni tan siquiera portaban una credencial de peregrino para poder alojarse en los albergues del camino.

            Me dijeron que estaban haciendo otro tipo de peregrinación, estaban recorriendo la ruta del Cid. Habían comenzado en el sur de la provincia de Burgos y se dirigían hasta el norte, a la población de Vivar donde el Campeador vio por primera vez la luz.

            Estaban realizando este camino movidos por la fe, querían experimentar la bondad y la caridad de las personas con las que se encontraban. Por eso habían decidido no llevar ni un solo céntimo cuando salieron, vivirían de la caridad de la gente que les acogieran en los pueblos por los que pasaban y estaban comprobando que la generosidad no había desaparecido del todo.

            Como era tarde, les dije que si lo deseaban podían alojarse allí, ya que había sitio para ellos. Pero viendo el camino espiritual que estaban recorriendo, les aconsejé que continuaran hasta el pueblo siguiente y allí encontrarían esa generosidad que tanto buscaban, no les desviaría más que un par o tres de kilómetros del camino que ellos estaban siguiendo.

            Si lo deseaban, podían descansar y comer algo y luego reiniciarían el camino para recorrer esa hora que les separaba del lugar que yo les había aconsejado que se dirigieran.

            Agradecieron todas las atenciones y sobre todo el consejo que les di y cuando hubieron descansado, reiniciaron su camino despidiéndose de nosotros.

            Cuando ya estaban fuera del albergue, mi compañero me dijo que acababa de sufrir una novatada. Los que se hacían pasar por peregrinos, me habían contado un cuento que no se lo creían ni ellos y me habían engañado. Pensé que no me importaba si era así, yo había actuado con el corazón y ellos también me parecieron sinceros, si existiera algún engaño, hubieran sido ellos los que se engañaban.

            Por la noche, decidimos acercarnos hasta el otro albergue y allí les vi, estaban felices, colaboraban haciendo y sirviendo la cena comunitaria con la que se obsequia a los peregrinos, estaban muy contentos y transmitían y contagiaban esa alegría que reflejaban sus caras.

            Luego fueron con los peregrinos al coro de la iglesia donde los hospitaleros celebran un momento de oración con los peregrinos. Cuando ellos tomaron la palabra agradecieron el consejo que les habían dado en el pueblo anterior ya que desconocían este lugar y este camino de fe. Estaban pensando hacerse peregrinos del Camino, dejarían el suyo y continuarían caminando hasta Compostela porque el camino que estaban recorriendo era muy solitario y en éste que les habíamos mostrado habían conseguido ver a más personas que como a ellos les movía una fe muy especial y allí la tenían permanentemente.

            Esa noche me fui satisfecho a la cama, no por saber que no había sido un inocente novato sino porque había ganado tres nuevos peregrinos para el camino.

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