almeida – 30 de julio de 2016.

            Ismael, era una persona muy extraña. Parecía que siempre iba a contracorriente, ya que jamás le vi seguir ni adoptar los hábitos que hacían los que se encontraban a su lado.

            Un buen día, se puso a caminar, se sentía libre cuando estaba rodeado por la soledad ya que las aglomeraciones le disgustaban y para él, una aglomeración era cuando había dos personas a su lado.

            Cuando descubrió el camino, enseguida se contagió de la magia que éste desprendía, pero en lugar de recorrer el camino que seguían la mayoría de los peregrinos, él fue buscando esos senderos solitarios que cuando ya le había descubierto todos sus secretos, era cuando el resto de los peregrinos comenzaban a recorrerlo por primera vez.

            Siempre que llegaba a un albergue, buscaba la litera más aislada para mantener lo más posible esa intimidad que tanto deseaba para pasar cada día.

            Cuando a veces caminaba junto a otras personas, siempre salía como tema de conversación el camino francés y las diferencias tan grandes que tenía con el resto de los caminos.

            Ismael, que siempre quería conocer cosas nuevas y sobre todo lugares desconocidos para él, decidió seguir este camino para que fuera su criterio el que le permitiera juzgarlo en lugar de hacerlo condicionado por las opiniones de los demás.

            Enseguida se dio cuenta que aquel no era su camino, siempre se encontraba rodeado de gente y en ocasiones esta situación casi llegó a angustiarle, tanto, que en varias ocasiones pensó abandonar. Pero había algo en su interior que le decía que debía llegar hasta el final. De esa forma podría hacer una valoración con todos los argumentos necesarios para poder juzgar de una forma justa.

            Era muy irregular haciendo cada jornada, unos días era el primero en abandonar el albergue y en otras ocasiones lo hacía el último. Pero siempre, lo hiciera como lo hiciera se sentía rodeado de peregrinos a pesar de los intentos que hacía para estar solo.

            Fue aprendiendo que la mayoría buscaba finalizar cada jornada en lugares grandes, en pueblos grandes, en albergues grandes. Por eso Isamael, prolongaba unos kilómetros más su etapa buscando esos pequeños albergues que se encontraban en los pueblos más pequeños del camino.

            Mientras que los que caminaban cerca de él, trataban de ir agrupándose cada jornada, Ismael se detenía a hablar con los pastores que vigilaban sus rebaños o con los campesinos que se afanaban quitando las malas hierbas de sus tierras para que la cosecha fuera más generosa. Ellos eran los que podían enseñarle cosas nuevas ya que su sabiduría es esa que solo se va mamando con el paso de los años. La mayoría eran personas poco habladoras como él. Les gustaba más escuchar, pero cuando hablaban, todo lo que decían contenía tanta profundidad y sentido que nadie podía rebatirlo porque rezumaba esa cultura popular que solo proporciona la experiencia.

            Todos los días, Ismael encontraba a alguna persona que le enseñaba algo nuevo y se sentía satisfecho por no haber abandonado en los momentos de desánimo, siempre iba adquiriendo conocimientos nuevos.

            También para las personas que coincidían con él, comenzó a resultar un ser extraño y la mayoría evitaba su presencia puesto que no era una persona con la que se sintieran cómodos y este rechazo fue bien recibido por Ismael ya que le permitía estar como él deseaba.

            Fueron pasando los días y cuando se encontraba en la comarca del Bierzo, un día se encontró a una mujer muy anciana. Estaba sentada sobre un tronco que había al lado del camino. Se detuvo a hablar con ella y a través de aquellos ojos tan limpios, pudo observar una bondad que en muy pocas ocasiones había conseguido ver.

            -Buenos días – dijo Ismael.

            -Un buen día para caminar – respondió la anciana.

            -Me llamo Ismael.

            -Yo soy Everilda.

            -¿Lleva mucho tiempo aquí? – preguntó Ismael.

            -Toda la vida – dijo ella – desde antes de la guerra, estoy viendo pasar peregrinos. Todos los días, entre las doce y la una que es cuando más peregrinos pasan, me siento aquí y hablo con ellos, si lo necesitan les doy agua fresca de este botijo que traigo todas las mañanas y si puedo ayudarles en algo, lo hago.

            -Entonces, ya es una veterana peregrina – dijo Ismael.

            -No, yo no soy peregrina, nunca he hecho el camino y peregrinos son aquellos que hacen el camino.

            -No lo crea – dijo Ismael – a veces nos encontramos al lado del camino más peregrinos que sobre él.

            Hablaron durante más de una hora, por primera vez Everilda prolongó casi una hora el tiempo que solía estar al lado del camino, pero los dos se encontraban muy a gusto y se les pasó el tiempo sin darse cuenta.

            Cuando se despidieron, Ismael acercó su boca al oído de la anciana y le dijo:

            -Después de todo lo que me ha contado y de su experiencia, para mí siempre será la peregrina que encontré sentada junto al camino.

            El resto del camino, Ismael pensó en muchas ocasiones en la anciana y sobre todo en las cosas que le había dicho. Encontró encerrada tanta sabiduría en aquellas palabras, que cuando llegó al final de su camino, no podía quitarse de la cabeza a aquella mujer. Personas como ella, eran la verdadera esencia de este camino. Seres anónimos que siempre vienen a la mente de los peregrinos cuando recuerdan su aventura.

            Los siguientes meses, las palabras de Everilda fluían frescas a su cabeza y pensaba en ellas ya que le ayudaban a comprender muchas cosas y sobre todo calmaban esa ansiedad que solía surgirle cuando no se encontraba caminando.

            Ahora más que nunca deseaba regresar al camino, no era por ese afán de caminar que tenía siempre antes de comenzar una nueva ruta, era para volver a encontrarse con la peregrina, deseaba volver a beber de su sabiduría y sobre todo, quería que ella le respondiera a muchas preguntas que se había formulado en los últimos meses.

            Como el año anterior, comenzó a caminar en el mismo lugar, pero según iban pasando las jornadas, observaba que nada le entretenía ni le interesaba, solo deseaba ese reencuentro y su mente pensaba en ese momento constantemente.

            Cuando por fin llegó el día esperado, antes de las doce, estaba junto al tronco que seguía al lado del camino, esperaría la llegada de la peregrina y sería esta vez él quien la recibiera.

            Junto al tronco había una sencilla cruz hecha con dos palos que estaban sujetos por un junco, al verla, Ismael sintió que le daba un vuelco el corazón ya que se temía lo peor.

            Se acercó hasta un bar que había en el centro del pueblo y el hostelero le confirmó lo que se temía, Everilda había fallecido hacía meses, cuando le dijo la fecha de su muerte, se dio cuenta que fue al día siguiente de haberla conocido.

            Ismael se quedó muy triste, aunque poco a poco fue animándose, él había sido uno de los últimos peregrinos que estuvo con Everilda y si hubiera pasado un día más tarde, quizás ni la hubiera conocido, por eso debía estar contento, pensó que era cosa del destino. Sentado en el tronco no pudo evitar que unas lágrimas se escaparan de sus ojos mientras pensaba en la anciana.

            Dos peregrinas que le observaban, se detuvieron junto a Ismael y le pidieron agua, éste, sacó la botella que se encontraba llena y mientras las peregrinas bebían, Ismael fue hablando con ellas, contándoles cómo conoció a la anciana que se sentaba en aquel tronco.

            Se sorprendió de la facilidad con la que fluían las palabras de su interior y pensó que el mejor homenaje que podía hacerle a la anciana era seguir dando ese ánimo que ella ofrecía a los peregrinos.

            Se quedaría en el pueblo una semana y todos los días entre las doce y la una, se sentaría en el tronco y a los peregrinos que se pararan, les hablaría de su amiga la peregrina.

            El hospitalero, al enterarse de los propósitos de Ismael, le acogió en el albergue los días que necesitara y cuando se encontraban solos, a Ismael le agradaba escuchar las cosas que éste contaba de su peregrina.

            En una madera que encontró, fue tallando un pequeño poema que había venido a su mente y cuando terminó, lo colocó junto al tronco para que los peregrinos pudieran leerlo cuando pasaban por aquel lugar.

                                   “Peregrina, peregrina

                                   dónde estás que no te veo

                                   debes estar ahí arriba

                                   preparando el jacobeo”

 

            Los peregrinos, según se detenían a leer estos versos, hacían con dos palos una pequeña cruz de madera y la dejaban alrededor de la tabla en la que Ismael había tallado el verso.

            Cuando pasaron los días que Ismael había pensado quedarse, volvió a colgarse la mochila y continúo caminando. Ahora el camino lo haría por la peregrina y cambió su nombre en la credencial por el de Everilda.

            Cada año, Ismael vuelve a su lugar en el camino. Cada vez que llega junto al tronco observa cómo el lugar se encuentra plagado de pequeñas cruces que lo han convertido en un pequeño santuario y allí, junto a su peregrina disfruta con los peregrinos mientras les habla de Everilda.

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