almeida – 21 de octubre de 2014.

Después de afrontar Cáparra, la mítica etapa de la Vía de la Plata en la que la soledad es tu compañera a lo largo de cuarenta interminables kilómetros, el destino quiso que cambiáramos la planificación y, en lugar de ir a ver al cura hospitalero, nos detuviéramos en la Calzada de Béjar. Aho­ra, con el paso del tiempo, veo que fue una decisión de Santi que se encargó de organizar el encuentro.

Eran poco más de las doce. En la sierra de Béjar el sol se encontraba en su máximo esplendor comenzando a de­jarse notar de forma molesta, pero se agradecía ya que no teníamos que seguir soportándolo al poder cobijarnos a la sombra de uno de los numerosos árboles que rodeaban el albergue.

Se acercó hasta donde nos encontrábamos. Era más bien bajo y de edad avanzada, la curva de su barriga le pre­sentaba como un buen gastrónomo y amante de los caldos de la tierra, de su cuerpo ligeramente encorvado salía una mano que asía un pequeño palo de avellano de no más de un metro que le ayudaba a caminar. Según avanzaba hacia nosotros, arrastraba uno de sus pies y bajo el ala de su go­rra, unos vivarachos y bondadosos ojos miraban a quienes nos encontrábamos en el patio.

—Hola, me llamo Manuel y soy peregrino —balbuceó con dificultad mientras un hilillo de baba se escapaba por la comisura de su labio.

«¿Peregrino? ¿Qué hará este hombre aquí haciendo el camino si no puede ni tenerse en pie?» —pensé o comenté en voz baja.

Enseguida nos explicó lo poco que había que ver y nos acercamos al único bar que había en el pueblo para degus­tar los caldos artesanos que hacían las gentes de la tierra. de los que hablan con orgullo de lo naturales que son. Mientras tanto vamos dando pequeños sorbos tratando de evitar que los posos que hay en el vaso penetren en nues­tro paladar.

Entre vaso y vaso, Manuel fue recordando en voz alta como una trombosis le había inutilizado el setenta por cien­to de su cuerpo hasta que un buen día decidió ponerse en el camino ante las airadas protestas de amigos, familia, médi­cos…

—¡Qué sabrán ellos! —se le escapó forzando una ligera sonrisa.

Durante el tiempo que llevaba recorriendo los caminos, había recuperado un veinte por ciento de movilidad, por lo que ahora quienes le criticaban le animaban a seguir su lu­cha contra la postración en una silla de ruedas.

Ese día me sentí insignificante. Estaba ante una persona con unos valores tan grandes que pensé que sería un des­perdicio no aprender de lo mucho que podía enseñarme.

A la mañana siguiente vi su litera vacía. Por un momen­to pensé que había sido un sueño pero mi compañero me dijo que era difícil que hubiéramos soñado lo mismo con idéntico lujo de detalles.

Unos kilómetros más adelante sentado en una piedra al lado de la carretera, divisamos su oronda y bonachona figu­ra. A partir de ahí el camino se empinaba y había decidido esperar a un alma caritativa que le llevase en coche los úl­timos kilómetros.

En compañía del cura arriero, pasamos nuestro segun­do y último día juntos. Pude apreciar el sentido de la pala­bra humanidad porque era lo que desprendía ese pequeño y maltrecho cuerpo. A pesar de lo injusto que había sido el destino era encomiable cómo afrontaba su dolencia.

Nos despedimos con un fuerte y sentido abrazo, expre­sando nuestros deseos de volver a encontrarnos. Siempre decimos lo mismo en las despedidas, aunque ambos intuía­mos, en esta ocasión, que ese deseo no se volvería a produ­cir.

Su ánimo penetró en mi mente y cuando tuve que afron­tar las duras etapas montañosas de Sanabria y Orense, en los momentos de desfallecimiento, siempre aparecía la imagen de Manuel y renovadas fuerzas volvían a mi cuerpo.

Al abrazar al Santo tuve un recuerdo para él y le pedí que permitiera que se cumplieran sus deseos. Como siem­pre que me postro ante él voy a agradecer en lugar de pedir, sentí que mi petición era escuchada.

Fue pasando el tiempo y mantuvimos el contacto a tra­vés del teléfono. Con alegría me comentaba sus andanzas por Zamora, Sanabria, Orense… Cada vez que salía a cami­nar le llamaba para animarle a conseguir su sueño.

Cuando volví al camino quise compartirlo con Manuel. Pero esta vez su voz sonaba triste, no era la de la persona animada que había conocido. La “quimio” que le estaban aplicando para frenar el avance de un nuevo enemigo que había invadido su cuerpo estaba causando su efecto.

A pesar de esta nueva situación cada vez que hablába­mos era Manuel quien trataba de animarme. Era admirable cómo afrontaba los reveses que le estaba dando la vida.

Aquel día cuando llegué a Villamayor le llamé para con­tarle la jornada que había hecho y compartir mi estancia en este lugar con él, pero no cogió el teléfono. Al oír una voz femenina al otro lado me quedé helado, no hacía falta ha­blar, enseguida supe lo que había pasado.

Esa noche no pude dormir. Su caminar fatigoso venía constantemente a mi mente. Pensé lo injusto que es que personas tan buenas tengan que marcharse. Me encontraba cerca de los campos donde uno de los elegidos se apareció de la nada y a lomos de un caballo blanco atemorizó y ahu­yentó a los sarracenos. Mi mente navegó por el tiempo y quiso ir a su encuentro para decirle cuáles eran mis pensa­mientos y lo injusto que se había sido con esta persona.

Un fuerte haz luminoso me hizo ver que el egoísta era yo por querer mantener a mi lado a quien era necesario pa­ra ofrecer lo que yo ya tenía a los miles de peregrinos que van haciendo otro camino y necesitan luces como la que puede darles Manuel para que no se desvíen de la senda que deben seguir y sean reconfortados como yo lo fui en su día.

Unos amigos comunes me dijeron que su última volun­tad, o quizás la voluntad que siempre había tenido, fue vol­ver a Cáparra.

—¡Qué curioso! —pensé—, casi donde nos vimos por primera vez.

Desde entonces, los peregrinos que pasan bajo el arco cuadriforme experimentan una sensación de paz y felicidad que no saben explicar porque ignoran que van respirando el espíritu de Manuel que sigue dando ese impulso que los peregrinos necesitan en los momentos difíciles.

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