Isaías Santos Gullón – 25 de junio de 2017.

fragua

Cuando la tarde no era propicia para el laboreo de la tierra, se veía, no hace mucho tiempo, un hombre que apoyaba en su hombro las triangulares rejas de acero que, hincadas en el seno del barbecho, abrieran el surco profundo y paralelo.

Sus puntas no eran agudas; la continua erosión con piedras y raíces las habían hecho romas y redondas. En su mano libre llevaba un trozo de acero que había de servir para remendar la gastada punta. Y en la comisura de sus labios, una colilla, apenas encendida, se iba consumiendo lentamente al compás que la ceniza ardiente esturaba al caer la camisa de sarga del labrador.

 Iba a la fragua. Fragua primitiva, artesana y milenaria. Fragua tiempo ha desaparecida del Casasola gaseosero; cómo recuerdo tu pericia ancestral soldando al fuego vivo con placas de sulfito… Fragua de Isidro, el hábil y preciso constructor de romanas… Fragua de Gumersindo, con el potro de madera al lado en el cual, con arte sin par, calzaba de acero las pezuñas callosas de las bestias… Fragua de Luis, fragua de Paco, con sus enormes fuelles de cuero, semejantes al pulmón mitológico de los dioses del viento. Fragua del difunto Mateo, catedrático inigualable que fue en la forja de sajos y azadas. Fraguas tabaresas, rincones de fuego y de tertulia. Apenas si existís; más aún en el éter resuena el eco del golpe preciso, cuando siguiendo la orden del maestro caía el pesado macho en el acero ardiente. Erais entonces rodeando el yunque y envueltos en el amarillo resplandor del fuego de la fragua, en vez de labradores, forjadores de rayos más excelsos que los hijos amados del terrible Vulcano.

Era un trabajo duro, inmenso y continuado, el moldear a mano, a base de macho y de martillo, los humildes y antiguos aperos labrantíos. Era artesanía de titanes, rústica y pura, hermosa y bella, fruto del ingenio y de la fuerza, con la única ayuda del fuego radiante de carbón de piedra y del nervio templado y terso del herrero curtido. La broca era afilada en una piedra de esmeril movida a mano. La máquina de taladrar movida a mano era, y el inmenso volante de inercia rugía en su giro levantando el hollín de las negras paredes. A rítmicos golpes se tiraba de la cadena que movía el fuelle chirrión y  dormido, y en el yunque o la bigornia se forjaba el acero, cuando el calor del fogón lo convertía en cereza luminosa…

 Y entre todos, había días señalados. Días en los cuales vivía plenamente su esplendor. Días en los que el ingenio creador del maestro levantaba con su saber una aureola de prestigio que envolvía su persona, haciendo de él un jefe innato cuyas órdenes son acatadas prestas e inmediatas.

 Era el día en que, después de ímprobos esfuerzos para dar la forma circunferencial a la llanta de acero, con sus medidas justas y precisas, se ajustaba ardiente y dilatada a la rueda del carro endeble sin el aro. En la hornilla de adobes y arcilloso barro haces de urces y jaras, ramas de roble y encina rechinaban y lamían con su caracoleo ardiente los aros circulares. A un gesto del maestro se introducían punzones en los taladros de la llanta y se la hacía rodar sobre un mismo punto para que fuera uniforme la dilatación de su masa. Luego ordenaba introducir más leña en lecho ardiente y de nuevo el luminoso amarillo de las llamas envolvían la curva línea del acero y emitían por la boca de la pequeña hornilla un aliento abrasador. Iba tornando el aro su color gris azulado por el de un claro ámbar, y en un instante preciso, con su voz de mando y gesto de mito, mandó el herrero sacar la llanta, que con leve esfuerzo se introdujo en la rueda de madera, quemando a su paso las pinas de encina de que estaba construida. Después la otra que con la misma precisión fue colocada; y al final, cuando metidas en agua se enfriaban, al vapor que emitían se unía humilde el resoplido de orgullo artesano del pueblerino artífice.

Muchos días duraban las brasas en la hornilla, que se iban sacando en braseros para calentar humildes aposentos. Cuando estaba del todo extinguido, se recogía la ceniza que se empleaba para abonar las pequeñas eras de la huerta sembradas de ajos. Y muchos días después, cuando aún conservaba la hornilla un tibio ambiente, una pareja que partió de “la esquina de la escuela” hacía de ella catedral de mimos y susurros. Y en aquella reducida estancia, caldeada por el fuego inextinguido del amor, en un vuelo ignoto sin rumbo, la pareja soñaba…

 Juan CID ARIAS

 

Publicado en la página cuatro CORREO DE TÁBARA  en El Correo de Zamora de 27/8/1974. 

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