almeida – 24 de septiembre de 2016.
Según le veía acercarse, me dio la sensación que iba a ser incapaz de recorrer la docena de metros que le separaban del albergue.
Nunca había visto un peregrino tan anciano como William. Cuando le miraba la cara, me recordaba a esos viejos pergaminos que hemos visto en alguna ocasión en los museos.
Le ayudé a desembarazarse de su mochila y me percaté de la debilidad de aquel cuerpo, que además de anciano lo veía muy débil. Traté de imaginar cómo había podido superar el duro ascenso que acababa de hacer y pensé en los que aún tenía por delante. Iba a resultar un esfuerzo excesivo para él.
Cuando se duchó y se cambió de ropa, a través de la camiseta que llevaba puesta, le vi todavía más débil, al menos esa era la sensación que transmitía.
Su barba plateada le daba un aspecto honorable, además resultaba una persona muy educada. Al vernos comiendo, trató de no interrumpir nuestra comida poniéndose en el extremo más apartado del albergue.
Le preguntamos si había comido y cuando nos dijo que pensaba comer una manzana cuando subiera a buscarla a su mochila, le invitamos a que se sentara con nosotros en la mesa y conseguimos vencer el recelo inicial que tenía. Insistimos diciéndole que un cuenco de sopa caliente le vendría muy bien para calentarle por dentro y para que al menos se alimentara y recuperara las fuerzas que seguro había dejado en la exigente etapa que acababa de finalizar.
William, nos comentó que contaba con setenta y nueve años y que éste iba a ser su último camino, ya se sentía muy mayor y los esfuerzos que tenía que hacer para terminar cada jornada, le resultaban cada vez más difíciles. Aunque luego matizó que cinco años antes, también dijo que aquel sería su último camino, pero al año siguiente regresó y así lo había estado haciendo los últimos años.
Desde el momento que hizo esa afirmación cinco años atrás, cuando regresaba a su casa, guardó todas las cosas del camino en el desván, era donde solía dejar todas las cosas que no iba a utilizar más.
Pero luego comenzaba a recordar el camino que acababa de hacer y las personas con las que había coincidido y comenzaba a añorar cada uno de los momentos que había pasado en el camino y según iban pasando los meses, el camino volvía de nuevo a su mente y se dedicaba a soñar con una nueva ruta que le gustaría hacer.
Solo era para entretenerse, no lo hacía con la intención de recorrerlo, pero según lo planificaba se iba sintiendo sobre él y cada vez se animaba más hasta que bajaba del desván la mochila y las cosas del camino y le daba la sensación de rejuvenecer por lo que iba olvidándose de la promesa que se había realizado y se iba animando diciéndose que podía intentarlo de nuevo, aunque en esa ocasión, sí fuera el último. Cuando se volvió a poner la mochila en su espalda y salió de casa, era una nueva persona, feliz por la aventura que se disponía a recorrer.
Pero éste, sí iba a ser su último camino, ya no se sentía con fuerzas para estar caminando con ochenta años, sus piernas no eran tan fuertes como antes y sus pulmones en las fuertes subidas no conseguían ese oxigeno necesario para llevar a las células de su cuerpo.
Durante la tarde, estuvo la mayor parte del tiempo tumbado en la litera descansando. Apenas se relacionó con los demás peregrinos y tampoco bajó a la sala de la planta baja en la que otros intercambiaban las sensaciones que ese día habían tenido.
Imaginé que ya no disfrutaba de esos momentos o que si lo hacía, era para él más necesario el descanso que cada día necesitaba.
Por la noche, le llamamos cuando la cena estaba preparada y tampoco comió apenas, aunque deseaba integrarse en la conversación se le veía un poco ausente como pensando en lo que todavía le quedaba por delante.
Por la mañana cuando se disponía a marcharse, pedí que nos hicieran una foto juntos y cuando me despedí de él, además de desearle buen camino, le dije:
-Bueno, hasta el año próximo que nos volveremos a ver.