almeida – 2 de enero de 2015.

silladeruedasLuis era para los médicos que lo atendían un caso irrecuperable. No confiaban en un milagro y clínicamente lo daban por

desahuciado. Además, la situación se agravaba de forma considerable ya que él no deseaba vivir. Había perdido la ilusión por seguir en este mundo y sólo esperaba que llegara el fatídico desenlace.

 

Dejó de cuidarse y se pasaba casi todo el día postrado en la cama. Cuando se levantaba lo hacía apoyado en unas muletas y si así tampoco le apetecía, se movía por la casa en una silla de ruedas.

Se estaba metiendo en un túnel en el que ya no veía ninguna salida; cuando se pierde la ilusión, solo queda llegar al final del túnel y pasar a otra dimensión o a otra estancia.

Un día recibió la visita de dos amigos de la infancia, al ver el estado en el que se encontraba, se deprimieron. No sabían cómo consolarle y tampoco cómo ayudarle, no encontraban las palabras precisas. Pero era su amigo y no podían permanecer con los brazos cruzados mientras éste se iba marchitando a pasos agigantados. Se conjuraron para hacer algo, para intentar que su amigo volviera a ser el de antes, pero qué podían hacer ellos que a los médicos no se les hubiese ocurrido.

Fueron a pedir consejo a su médico para ver si éste po­día ayudarles, pero les dijo que no había esperanza. Cuando una persona no tiene nada a lo que aferrarse para seguir viviendo, el proceso se acelera de forma alarmante y esta es la situación en la que se encontraba su amigo.

Un buen día, ya casi desesperados porque no se les ocurría qué podían hacer, coincidieron con un sacerdote conocido a quien expusieron el problema que tenían. Éste los escuchó con atención moviendo la cabeza como dando a entender que era consciente del problema al que se enfrentaban.

—Vuestro amigo lo que necesita es un milagro —les soltó.

—Venga, padre, somos creyentes, pero no tanto, los milagros son para quienes tienen fe y de quien estamos hablando la ha perdido, no solo la fe, sino también la ilu­sión por la vida —le respondieron—, además, ¿dónde bus­camos nosotros un milagro?

—El Camino de Santiago —les dijo el sacerdote— no es que haga milagros, pero suele cambiar a las personas, es lo único que se me ocurre.

—El Camino de Santiago —pensaron ellos— si no quie­re ni puede moverse, ¿cómo va a hacer ese camino? .

Aquellas palabras que les dijo el sacerdote no cayeron en saco roto y fueron un germen que fue floreciendo en la mente de ellos.

Decidieron probar. ¿Qué podían perder? Al menos su fracaso ya estaba anunciado por todos y al menos lo habrían intentado y si no daba resultado era la única posibilidad que veían para que Luis mejorase.

Se fueron en coche hasta O Cebreiro, cargaron con las pertenencias de Luis y si era necesario cargarían también con él, se irían alternando en ese cometido y cuando no pudieran más se retirarían.

Cuando llegaron a la aldea gallega, se alojaron en la hos­pedería que el cura del pueblo había habilitado para los esca­sos peregrinos que pasaban por allí. El cura del Cebreiro, al enterarse de que habían llegado tres nuevos peregrinos, fue a visitarles y a darles la bienvenida.

Los amigos le contaron lo que les había llevado hasta allí y este hombre santo vio un alma extraviada que tenía que intentar recuperar. Les dijo a los amigos que se quedaran allí uno o dos días y él trataría de hablar con Luis.

Le dedicó gran parte de su tiempo. Le hablaba de la fe, del amor de todos los valores de la existencia y los que la vida puede aportarle y lo que él podía hacer por sus seres más queridos.

Esas o parecidas palabras ya las había oído antes, pero la calidez y la magia con las que el cura le hablaba, eso era nue­vo para él. Vio cómo el sencillo cura sentía la vida, la propia y la de quienes le rodeaban. Cómo se maravillaba de lo que había a su alrededor, cómo sentía a los animales y cómo abrazaba a los árboles, porque, según él, eran seres vivos que sentían el cariño que se les daba.

Aquella actitud y esas palabras de este buen hombre, ejercieron su efecto y Luis sintió cómo ese día había vuelto a nacer.

A la mañana siguiente se encontraba muy animado. Aho­ra era él quien motivaba a sus amigos para seguir el camino, se había introducido en él ese espíritu que a veces se experi­menta en este sendero mágico. Se abrazó con el cura al que ahora veía como un santo, en lugar de decirle adiós, le dijo «hasta pronto, nos volveremos a ver». El cura abrazó a este peregrino y en este gesto le transmitió toda la energía que este hombre necesitaba para encontrar su camino y encon­trarse a sí mismo.

Ese día llegaron a una pequeña aldea donde una paisana les dio cobijo y alimentó sus cuerpos. Cuando se dispusieron a pagar, la humilde aldeana no quiso aceptar nada, solo les pidió que cuando llegaran a la catedral, encendieran una vela para la recuperación de su hija que se encontraba en­ferma.

Esas muestras de generosidad las fueron observando en el resto del camino y Luis sintió la bondad de la gente. Ofre­cían todo lo que tenían, pensó en todo lo que se había per­dido por desconocer su existencia.

Cuando llegaron ante el Apóstol Luis no fue a abrazarle. Delante del altar, se postró y no pidió nada, agradeció al santo haberle permitido ver la luz, esa luminosidad que había encontrado desde que puso sus pies en el camino, y cu­brió su cara con sus manos. Éstas se humedecieron por el torrente de lágrimas que manaban de sus ojos.

Luis comprobó que se estaba perdiendo cosas muy hermosas. Ahora quería ser como ese cura do Cebreiro y fue de nuevo a verle. Deseaba aprender de él, debía colaborar con él en la labor que estaba haciendo en el camino y, como hizo el Apóstol, seguiría las enseñanzas de su maestro y, cuando éste lo decidiera, iría donde fuera necesario para dar a conocer sus enseñanzas.

Desde entonces la vida de Luis ha cambiado; la ha dedica­do a servir y ayudar a los demás, a hacer más cómodo el tránsito de los peregrinos que van a presentar sus respetos al Apóstol y desde su humilde hospital de peregrinos ense­ña los conocimientos que adquirió de su maestro.

El cura do Cebreiro, desde su lugar de descanso, obser­va cómo su alumno está siguiendo sus enseñanzas y se en­cuentra feliz por la labor que comenzó un día en una pequeña aldea olvidada de Galicia. Ha encontrado a personas como Luis que continúan realizando el trabajo que él inició para que, quienes tienen la suerte de recalar en el hospital en el que él se encuentra, sean reconfortados como Luís lo fue el día que volvió a la vida.

También los médicos saben que ante casos desesperados hay una medicina que no se sirve en las farmacias, pero que tiene un efecto milagroso y, ante casos desesperados, recomiendan al paciente que ponga sus pies en el camino.

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