almeida – 28 de diciembre de 2014.

Habían nacido con un año de diferencia, aunque realmente se llevaban once meses, por lo que durante un mes cada año presumían de tener la misma edad. Sobre todo Vicky, que adoraba a Elena, su hermana mayor. Siempre había admirado su valentía y su decisión para afrontar las situaciones que se presentaban en sus vidas.

De pequeñas habían recibido los mismos valores que sus padres trataron de inculcarles, pero Elena, al ser la más mayor, era el espejo en el que Vicky se miraba con frecuencia. Poco a poco fue asumiendo el rol de ser la más pequeña ya que veía que le resultaba muy práctico, sobre todo a la hora de conseguir algunas cosas y evitar las reprimendas que siempre se inclinaban hacia la más responsable por ser también la mayor.

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Esta situación fue haciendo que el carácter de ambas fuera forjándose de forma muy diferente. Elena se hacía cada vez más independiente y fue adquiriendo cada vez más compromisos liberales y sociales mientras que Vicky se aprovechaba de ser la niña pequeña. Sus problemas eran siempre diferentes porque cuando no recurría a sus padres, allí estaba siempre su hermana mayor para sacarle las castañas del fuego y para aconsejarle lo mejor que podía para evitar que fuera cayen­do en los mismos errores de la juventud que había su­perado Elena.

Después de la adolescencia sus vidas dieron un giro de ciento ochenta grados. Mientras que para Elena la vida no fue nada sencilla y tuvo que ir haciéndose a sí misma para salir adelante, Vicky tuvo la suerte de contar con una vida más fácil. Todo le sonreía, no sólo en lo personal sino tam­bién en la estabilidad social.

Este hecho fue decisivo para que sus caracteres fueran completamente opuestos. Elena debía afrontar el día a día con una responsabilidad que había ido desarrollándose con los años. Era autosuficiente y había conseguido una estabi­lidad fruto de su constante esfuerzo que la hacía superarse, tratando siempre de ser la mejor en todo lo que hacía, eso le daba una seguridad de la que se sentía satisfecha y orgullo­sa.

En cambio, Vicky frecuentaba una sociedad para la que la vida siempre había sido más fácil. Su posición económica le permitía que todo lo tuviera a su alcance y cuando tenía un capricho o una necesidad, nunca era un problema con­seguirlo. La tarjeta de crédito parecía no tener fin. Llegó incluso a no saber valorar las cosas porque le resultaba tan fácil conseguirlas que no podía comprender como los de­más eran incapaces de obtenerlas. Hasta su forma de expre­sarse había cambiado, no tenía nada que ver con su herma­na. Ella era una niña bien a pesar que ambas procedían del mismo estrato social.

Cuando las dos hermanas se reunían, para Vicky, Elena era la progre, la fortaleza personificada y la persona en la que seguía apoyándose cuando la necesitaba. En cambio para Elena, su hermana era una de esas personas muy in­fluenciadas por el ámbito social en el que se movía, pero la quería como siempre porque seguía siendo su hermanita.

Un buen día Elena deseaba buscar respuestas, quería meditar y cogió la mochila y se fue al camino. Se lo comu­nicó a las personas más allegadas y por supuesto a su her­mana. Todas pensaron que era una más de las ideas progres de Elena, pero la conocían y eran conscientes de su sentido común, aunque no comprendieron su decisión. Diariamente la llamaban para darle ánimos y desear que viera cumplido su objetivo. Vicky también la animaba aunque de vez en cuando no podía ocultar sus pensamien­tos y le decía que estaba un poco loca por ir a una aventura como la que afrontaba, durmiendo en catres indecentes y compartiendo cada jornada con personas de toda condi­ción social.

Como a muchos peregrinos, el camino cambió a Elena. Sintió esa magia que los peregrinos buscamos. Ya no sería la misma. Los valores que en la vida tenemos establecidos habían sufrido una variación, ahora las prioridades eran diferentes. Volvía feliz y fortalecida en las convicciones que tenía.

Esto la animó a implicarse más en el camino y decidió hacerse hospitalera. Aquello para Vicky ya era demasia­do. Podía llegar a entender que durmiera en una litera en la que durante todo el mes treinta personas distintas ha­bían dormido antes que ella, al fin y al cabo llevaba un saco de dormir que la protegía y la aislaba de las impure­zas que hubiera en aquella cama. Pero dedicar sus días libres a limpiar todo lo que los peregrinos habían ensu­ciado y convivir con quién sabe qué personas que llega­ban al albergue, eso no podía comprenderlo y como que­ría a su hermana se lo decía tratando en vano de hacerla cambiar de actitud.

Elena comprendió que lo bueno que ella había experi­mentado en el camino sería muy positivo para su hermana, y un día se lo planteó abiertamente para que juntas hicieran unas etapas del camino. Vicky aceptó con la condición de que en el momento que ella lo decidiera, las dos se vol­verían para casa. A Elena le pareció bien y accedió con gusto ya que sabía que la magia del camino puede llegar a cualquiera, aunque a veces le surgiera la duda de que una niña bien como su hermana pudiera encajar en ese ambiente.

Un buen día se desplazaron en autobús hasta una ciu­dad del camino francés y ese mismo día comenzaron a ca­minar. Hicieron una corta etapa para que los pies de Vicky se fueran adaptando al camino.

Cuando dieron por finalizada la jornada, Vicky se que­jaba de las agujetas. La costumbre de ir a todos los sitios en coche estaba pasando factura. Los dedos de Elena fueron muy hábiles en el ligero masaje que dio a su hermana y en­seguida los músculos se fueron relajando.

Vicky esperaba encontrar un cuarto de baño con una ducha individual. Pero al ver que había otras peregrinas en unas duchas corridas, solamente separadas por un ligero tabique, quiso salir de allí inmediatamente. Pero Elena la animó a que la imitara y juntas se metieron en la ducha que fue muy reconfortante. Al finalizar lo agradeció más que el baño con jabones aromáticos que solía darse en la bañera de su casa. Percibía que éste había superado a todos los ba­ños que anteriormente se había dado.

Al ser el primer día, Elena quiso lavar la ropa de Vicky, pero ésta se negó. Le dijo que si debía adaptarse como pe­regrina, sería ella quien llevaría su ropa a la lavadora. La sorpresa fue cuando vio la pila de cemento en la que tenía que restregar la ropa, pero su orgullo no le hizo echarse atrás y, como una peregrina más, lavó la ropa que había utilizado en esa jornada. Se sintió un tanto extraña al ver la alegría con la que Elena lavaba la suya, le decía que era co­mo un renacer. Todo el sufrimiento del camino se iba con la ducha y cuando se lavaba la ropa, Vicky se sintió un tanto extraña. También ella se encontraba radiante, estaba expe­rimentando cosas que jamás había soñado hacer y no le resultaban tan repelentes.

Cuando fueron a la litera, a pesar de que Elena siempre elegía la superior, en esta ocasión se la cedió a su hermana para que la primera noche no se sintiera tan angustiada. Vicky extendió una funda desechable de papel sobre el col­chón y puso su saco encima, también retiró la funda de la almohada cambiándola por una que ella había traído de su casa.

Las dos se fueron a comer unas piezas de fruta y unos yogures que habían comprado en la tienda del pueblo. A su lado, en la mesa corrida, se sentó un peregrino muy anciano con el que pronto establecieron con­versación. El anciano hablaba con una voz muy cálida y penetrante, lo hacía suavemente aunque daba la impre­sión de que sus palabras retumbaban en la estancia. Al cabo de un rato de conversación, les dijo que el camino no iba a enseñarles nada, no debían buscar respuestas, tampoco tenían que esperar a que el camino les solu­cionara ningún problema. Todo lo que el camino les iba a aportar ya estaba con ellas antes de comenzar a reco­rrerlo. Les enseñaría lo que ellas llevaban en su inte­rior. Haría florecer ese cariño que las dos se tenían, quizás se encontraba un poco oculto pero el camino les mostraría cómo llegar a él y recuperar el cariño infantil que ambas se profesaban.

Aquellas palabras dichas con tanta rotundidad y ener­gía, pero a la vez con tanta dulzura, estremecieron a Vicky. ¿Cómo podía ser aún mayor el afecto que sentía por Elena o el que su hermana le profesaba? No podía comprenderlo pero le habían parecido tan sinceras y honestas que le hicie­ron meditar.

Elena ofreció a Vicky unos tapones de cera para que se los pusiera en los oídos y la ayudaran a pasar la noche, pero los descartó. Se sentía tan cansada que en el momento que apoyara la cabeza en la almohada, se quedaría dormida has­ta que por la mañana la despertaran.

Tuvo la mala fortuna de que a su lado dormía un pere­grino obeso. Se encontraba boca arriba y el sonido grave de sus suspiros hizo que despertase a Vicky a las dos de la mañana para buscar los tapones que cerraran herméticamente sus oídos.

Por la mañana se encontraba más recuperada y deseaba comenzar a caminar. Fue tanta la prisa que metió a Elena que se olvidó de la funda de la almohada y la ropa que había dejado a los pies de la litera.

Desayunaron con el hospitalero que era una persona muy afable y que les hablaba con mucha suavidad. Como extrayendo cada palabra del interior de su alma, les daba consejos para que la etapa les resultara más liviana, algunos trucos y ligeros atajos que no les harían recorrer más me­tros de los precisos. Se despidieron con un «Ultreia» y a Vicky le llamó la atención la amabilidad y el respeto con el que le hablaba un desconocido.

Cuando comenzaron a caminar, después de llevar dos kilómetros recorridos, se dieron cuenta de que con las pri­sas Vicky no se había aprovisionado de agua, para ella eso no era nada grave ya que comprarían una botella en el pri­mer bar que se encontraran, pero en muchos kilómetros no iban a encontrar ningún bar abierto. Utilizaron el agua de Elena hasta que encontraran una fuente. El calor comenza­ba a ser asfixiante y aún les quedaba media docena de kiló­metros para llegar al siguiente pueblo, pero la deshidratación comenzaba a hacer huella. Un peregrino que se percató de la situación les ofreció el agua que llevaba, apenas medio litro que compartió con las peregrinas. Aquello para Vicky resultaba inusual, jamás hubiera concebido que en su círculo social alguien pudiera ser tan desprendido con un elemento tan vital.

Enseguida compartieron el camino con este peregrino y otros más que se fueron encontrando esa jornada. Algunos eran experimentados en la ruta y ofrecían buenos consejos a las dos hermanas peregrinas. Vicky se encontraba feliz, era tan diferente lo que estaba haciendo a lo que ella estaba acostumbrada que no se lo podía creer, pero se encontraba a gusto y se sentía feliz. Por unos instantes llegó a pensar que ahora era como su adorada hermana y comenzaba a comprenderla mejor. Estaba entendiendo por qué hablaba con tanta vehemencia cuando el protagonista era el camino.

Ese día no reparó en las condiciones de las duchas, tampoco se preocupó de no tener funda para la almohada y casi ni se percató de las condiciones del albergue. Habían quedado para cenar con el resto de los peregrinos que se habían conocido a lo largo de la jornada y juntos pasaron el resto de la velada.

Así fueron transcurriendo los días, Vicky ya no añoraba regresar a casa. Había superado con creces los días que pensaba estar en el camino, y deseaba más porque sentía que algo la impulsaba a seguir adelante. El horizonte era siempre el objetivo y el poniente la meta.

Un día llegaron a un pequeño pueblo. El grupo seguía manteniéndose homogéneo a pesar de que en algunas jornadas perdían algún miembro que se reincorporaba al día siguiente y también había nuevos peregrinos que se iban integrando. En este pueblo decidió hacer la mayoría el final de etapa porque habían oído hablar de la magia de su albergue. El hospitalero, un hombre de avanzada edad, les recibió con cortesía y mucha amabilidad.

El albergue no disponía de literas, unas finas colchone­tas servían para que los peregrinos se aislaran del suelo. Vicky hizo una ligera mueca a Elena, más de complicidad que de desagrado. Nunca había dormido en el suelo, aun­que tampoco había hecho muchas de las cosas que estaba haciendo los últimos días y estaban siendo tan positivas para ella que pensó que ésta también lo sería.

El hospitalero les comunicó que a las ocho se celebraría una cena compartida. Agradecía de antemano toda la cola­boración que se ofreciera y después de la cena, en una pe­queña capilla se haría un momento de oración.

Todos colaboraron en la elaboración de la cena, hasta Vicky, que era una buena cocinera, se atrevió a hacer algu­nas cosas especiales y ayudó a poner los platos y los cubier­tos en la mesa. Como todas las cenas comunitarias, resultó un rotundo éxito donde la cordialidad y el hermanamiento eran patentes en todos los asistentes.

Una vez que terminaron la cena, se fueron a la pequeña capilla donde el hospitalero dirigió la oración. Cada pere­grino expresaba las sensaciones y las vivencias que el ca­mino les estaba aportando.

Cuando le llegó el turno a Vicky cogió un cirio que los peregrinos se iban pasando y mirando fijamente la llama, tomó la mano de Elena y manifestó:

—Cuando comencé el camino me sentía diferente, veía las cosas de otra forma y también a las personas que cami­nan por esta ruta. Lo hice tratando de comprender a mi hermana y he aprendido que Elena y yo pensamos y senti­mos lo mismo, en el fondo, no somos tan diferentes y, lo que es más importante, ahora sé que hay muchas cosas que nos unen, pero hay una que va a hacer que siempre nos comprendamos porque la hemos vivido y sentido juntas.

Cuando liberó su otra mano pasando la vela al siguiente peregrino. Las dos hermanas se fundieron en un abrazo y mientras las lágrimas se deslizaban por sus mejillas, Vicky acercó sus labios al oído de Elena y le susurró: ¡gracias!

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