almeida – 19 de octubre de 2015.
Cuando llegué de nuevo a aquel albergue, uno de los primeros recuerdos que vino a mi mente fue la de aquel hospitalero veterano con el que coincidí la primera vez que estuve allí. Era muy concienzudo con el trabajo que estaba desempeñando, pero cuando todo se encontraba como él deseaba, resultaba una persona muy dicharachera y amena con los peregrinos a los que alojaba.
Una noche, mientras los peregrinos se encontraban en la larga mesa de madera cenando, me hizo un guiño para que le siguiera la corriente y se dirigió a una joven peregrina que cenaba junto a las amigas con las que caminaba, estaba comentando esas anécdotas diarias del camino. La joven se dirigió a Tomás, que así se llamaba el hospitalero y le pidió que le fuera contando lo que verían en las siguientes etapas que debían recorrer.
Tomás, fue describiéndole los sitios tan especiales y maravillosos que tenían por delante haciendo especial hincapié en aquellos que de ninguna manera debían pasar por alto. Cuando llegó a la región maragata, les habló de la Cruz de Hierro y les fue explicando su historia.
Mercedes, la joven peregrina, le dijo que le habían hablado mucho y muy bien de ese lugar, era de los pocos que recordaba haber leído algunas cosas y deseaba llegar hasta ese lugar que le parecía que encerraba una magia especial.
– ¿Y cuando llegues, dejaras la piedra que traes desde donde vives?- preguntó el hospitalero.
¡Piedra!, ¿qué piedra? – dijo la joven.
Entonces Tomás le fue explicando con la calma que solo se adquiere con la edad, la tradición que los peregrinos tienen de traer una piedra desde su lugar de residencia para dejarla en el túmulo que hay en la base de la cruz. Es una costumbre centenaria que está muy arraigada en el camino y que cada vez hay más peregrinos que la siguen.
– ¡Pues no lo sabía! – dijo la joven- ¿y ahora que puedo hacer? A mí me encanta seguir las tradiciones.
– Pues podemos matar dos pájaros de un tiro – dijo Tomás – yo tengo mi piedra para dejarla en la base de la cruz, pero al tener que haberme quedado de hospitalero, no voy a poder hacerlo y tú no tienes piedra que llevar, te propongo que lleves la mía y así cumpliremos los dos la tradición.
– Me parece bien – dijo la joven – cuenta con ello, yo te la llevaré.
– Pero – dijo en tono grave Tomás – tienes que prometérmelo, no quiero que lo digas por cumplir y luego no la lleves, la tires por ahí o se te olvide.
– ¡Te lo juro por lo que quieras! – dijo mientras levantaba su mano derecha.
Entonces Tomás se retiró al almacén y apareció con una gran piedra de más de tres kilos que servía para sujetar la puerta y que la corriente no la cerrara. Al verle aparecer, todos estallamos en una sonora carcajada, incluso la joven peregrina que inicialmente mudó el color de su cara, pero luego sonrió con los demás ante la broma que acababan de hacerle.
Un día, llegó al albergue David con su padre, venían realizando el camino en bici y mientras cenaban, el joven me comentó la experiencia tan interesante que estaba siendo para los dos el camino. Su padre ya lo había realizado en varias ocasiones, pero esta vez había podido convencer a David para que le acompañara. Aunque la única condición que el joven puso fue hacerlo en bici a lo que su progenitor accedió ya que conocía bien a su hijo y sabía que si ponía los pies en el camino, aunque fuera pedaleando, sentiría esa magia que él experimentó la primera vez y le hizo repetir de nuevo.
David me comentó que le estaba pareciendo todo lo que había visto una maravilla y me preguntaba por lo que todavía le quedaba por ver. Le fui describiendo todos los lugares que yo pensaba que le iban a encantar y cuando llegué a la Cruz de Ferro, me acordé de la anécdota de Tomás y Mercedes.
– ¿Habrás traído la piedra para dejar en la base de la Cruz? – le dije.
– ¿Una piedra? – Preguntó – ¿Me estás tomando el pelo?
Pregunté a los demás peregrinos que se encontraban cenando en la mesa y varios confirmaron que ellos la llevaban, ratificando mi historia, incluso dos peregrinos buscaron en sus mochilas y nos las mostraron.
– No te preocupes – le tranquilicé – yo tengo mi piedra que no voy a poder llevar por haberme quedado de hospitalero y podías hacerlo tú por mí.
– ¡Cuenta con ello! – me dijo – faltaría más, después de la acogida que nos has dado, es lo menos que puedo hacer.
– Esto es muy serio – le comenté – esa piedra está destinada para que descanse en la base de la Cruz y no quiero que lo haga en ninguna cuneta del camino, soy un poco supersticioso y si la tiras por ahí, pienso que me va a traer mala suerte.
– Te Lo prometo por – se quedó pensando David mientras miraba a su padre – por éste, que está presente y él va a ser testigo de que cumplo lo que prometo.
– Pero…
– Ni pero, ni nada, tú trae la piedra y la guardo en la mochila y cuando llegue a la Cruz esa, la deposito allí – me atajó David.
Fui hasta el almacén para buscar la piedra, pero esta ya no se encontraba donde había estado unos meses antes. Busqué en vano para ver si la veía hasta que mis ojos se fijaron en un gran ladrillo que estaba junto a una docena más y habían sido dejados allí después de una reforma que se había realizado en cualquier lugar del vetusto albergue.
Regresé al comedor y al verme aparecer con el ladrillo, todos rieron por la ocurrencia, todos menos David que miraba aquel material tan grande que contrastaba con la pequeña mochila que llevaba con las pocas cosas que necesitaba cada jornada.
Al verle tan serio, le dije que no se enfadara por la broma que le había gastado y si no le había gustado por ser la risa de todo el albergue, le pedía disculpas.
– Ni broma ni nada – dijo serio David – yo lo que prometo lo cumplo, o sea, que mañana me llevo el ladrillo.
Traté en vano de hacerle desistir pero David se mantenía firme en su decisión. Yo esperaba que el sueño le hiciera comprender que solo se había tratado de una broma y que estaba liberado de su promesa.
Por la mañana, cuando fui a despertar a los peregrinos para invitarles a que subieran a desayunar, David me dijo que si había puesto algún mensaje en el ladrillo y si no lo había hecho, que pusiera lo que quisiera que quedara escrito en él porque iba a la base de la cruz.
Todas las justificaciones y explicaciones que intenté darle fueron inútiles, él seguía empeñado en cumplir lo que había prometido. Subí al comedor para preparar el café y puse un mensaje en el ladrillo con un rotulador permanente.
Realicé un nuevo intento para hacerle cambiar de opinión, incluso solicité la ayuda de su padre, pero éste me dijo que no había nada que hacer ya que su hijo era de ideas muy fijas y cuando se proponía algo, era muy difícil hacerle cambiar de criterio.
Cuando terminó de desayunar, nos sacamos una foto sujetando el ladrillo y como pudo lo acomodo en una de las alforjas de su bicicleta. No cabía en ella, por lo que tuvo que amarrarlo con varias cuerdas elásticas.
Nos despedimos con un abrazo y con mi último intento de que dejara el ladrillo, pero solo conseguí que me dijera que ya tendría noticias suyas.
Cuando termine mi labor como hospitalero, regrese a mi casa y al abrir el correo electrónico había un mensaje de David: “promesa cumplida” me decía y venía con un documento adjunto que al abrirlo me mostró una foto de la Cruz de Ferro con el ladrillo apoyado en el tronco que sujeta la Cruz.