almeida – 27 de noviembre de 2016.
José, era un peregrino que generalmente solía pasar desapercibido en el grupo en el que se encontrara ya que le gustaba observarlo todo con esa calma que algunos han conseguido poder llegar a ver las cosas
o que quizá el camino les ha enseñado a contemplarlas para poder extraer de cada situación aquello que otros no saben ver.
Por eso, muchas veces daba la sensación que se encontraba ausente, como si su mundo estuviera muy alejado de la realidad que los demás habitualmente solían vivir mientras caminaban. Era frecuente observar cómo entre gente que se acababa de conocer unos días o una semana antes y trataban de manifestarse ante los demás a veces como no eran para que esa impresión que luego se llevaran fuera siempre buena.
Pero cada vez que José decía alguna cosa, era muy valorada por quienes iban a su lado, el sentido común que tenía en lo que decía sentaba cátedra entre sus compañeros de camino, aunque ante todo, lo que celebraban eran sus comentarios, la mayoría de las veces un tanto jocosos sobre alguna de las situaciones que se producían a lo largo de una jornada de largo camino.
José procedía de Andalucía y ya se sabe, cuando un andaluz es gracioso, sus comentarios resultan, cuando menos, muy aplaudidos porque van metiendo en ellos esa chispa natural con la que han ido creciendo y que ya forma parte de su carácter y de su forma de ser.
Ese día, llegaban hasta un monasterio en el que les iban a dar acogida. La mayoría de los componentes del grupo disfrutaban con la visión del arte y no perdían ninguna ocasión de poder contemplar lo que el camino les estaba poniendo a su alcance. A aquellos que les daba igual y buscaban otras cosas, al final iban comprendiendo poco a poco la importancia que éste había tenido para el desarrollo de esta ruta de las estrellas.
Cuando llegaron al monasterio les fueron acomodando en las literas que iban a ocupar. Después de dejar sus cosas en el sitio que les habían asignado, se dieron una buena ducha antes de ir juntos a comer a uno de los bares que había en el pueblo.
Por la tarde, en el monasterio les habían dicho que uno de los monjes se ofrecía a los peregrinos para enseñarles el templo y contarles su historia y el grupo decidió que después de una buena siesta podían ocupar su tiempo empapándose de la cultura que estaban convencidos que se encontraba encerrada entre aquellas paredes.
A la hora convenida, todos se encontraban en la puerta de entrada del monasterio. Cuando el grupo de peregrinos se hubo formado con unas veinte personas que ese día habían llegado hasta el albergue, vieron como un monje de mediana edad se dirigía hacia ellos.
-Soy el hermano Doroteo – dijo el monje al llegar – y me voy a encargar de mostrarles el monasterio, cualquier pregunta que deseen hacerme, pueden formularla y si sé la respuesta se la diré. No hace falta decirles que estamos en un lugar sagrado y es preciso que guarden el debido respeto y la compostura que aquí se pide a los visitantes.
El monje comenzó a hablarles de la historia de la orden y como se había elegido aquel lugar tan especial y estratégico para levantar allí el monasterio que pronto se convirtió en uno de los centros culturales y a la vez económicos de toda la región.
Alguno de los asistentes fue haciendo preguntas a las dudas que les iban surgiendo de las explicaciones del monje y éste las respondía amablemente demostrando en todo momento que tenía un gran conocimiento de la historia de aquel lugar.
También fueron muy amplias y sobre todo instructivas las explicaciones que fue ofreciendo sobre la forma en la que los monjes antiguamente se autoabastecían de todas las necesidades que tenían para alimentar a la numerosa comunidad que en ocasiones llegó a habitar el monasterio.
No solo la huerta les proveía de las hortalizas necesarias para su manutención, también las tierras que producían abundante trigo, las viñas que les proporcionaban el vino para las consagraciones y para su consumo y el de los peregrinos, la granja que les facilitaba las proteínas que una vez a la semana consumían, también el río cercano les abastecía de los peces que uno de los hermanos se encargaba de capturar una vez a la semana, este monje había ideado una especie de piscifactoría en uno de los remansos del río y siempre había abundante pesca para las austeras necesidades que tenían.
Además las donaciones que de toda la comarca hacían al monasterio, resultaban suficientes no solo para cubrir las necesidades de la comunidad, sino también las de los peregrinos que llegaban diariamente a aquel lugar y las de esas personas que carecían de recursos y en ocasiones acudían al monasterio para que les proporcionaran lo que necesitaban.
Todos pudieron comprobar que aunque la dieta de los monjes era austera, estaba muy bien equilibrada, todo lo que el cuerpo necesitaba les era proporcionado al menos una vez a la semana.
Salieron al claustro en donde los monjes cuando no había peregrinos o turistas observándoles se dedicaban a la meditación, recorrían aquel cuadrado bajo esas obras de arte que ayudan a poder conocerse mejor a sí mismos y sobre todo a pensar sobre aquellas cosas que para ellos tienen gran importancia. Últimamente con la masiva afluencia de peregrinos ya se habían acostumbrado a su presencia y era frecuente observarles dando esos interminables paseos en los que parecía que se habían alejado de este mundo y estaban en ese que para ellos era tan especial donde estaban sintiendo esa paz que tanto buscaban en aquel recluido lugar.
A todos les pareció un claustro magnifico y así se lo fueron manifestando al monje que se mostraba muy orgulloso de los comentarios que le hacían ya que se sentía parte de ese lugar y de los halagos que le hacían.
Penetraron de nuevo al interior del templo y fueron viendo algunos de los lugares más sagrados de la comunidad, la capilla en la que a diario se reunían los pocos monjes que todavía quedaban y hacían sus oraciones. También cada mañana celebraban una misa especialmente emotiva en la que los cánticos inundaban toda la estancia y les indicó cuando pasaron a su lado que uno de los lugares más sagrados para él de todo el recinto era la cripta en la que estaban las sepulturas de algunos de los hombres santos que habitaron entre aquellas paredes, pero no accedieron a ella ya que era un lugar que se abría en muy contadas ocasiones.
Siguieron a otro de los templos de aquel lugar, la biblioteca que conservaba algunos incunables que los escribientes y los copistas habían ido confeccionando entre aquellas paredes y que en su día fueron uno de los centros del conocimiento que había no solo en la comarca sino en todo el reino.
Colgando de las paredes estaban los cuadros de todos los que habían dirigido en un momento de su vida aquel lugar. Algunos de los cuadros, daba la impresión que las telas se habían ido mezclando con la piedra de las paredes. Se encontraban en un estado avanzado de deterioro y según el monje su restauración resultaba muy costosa y cuando en alguna ocasión se plantearon llevarla a cabo, siempre había algo que era más prioritario o urgente y ésta se iba posponiendo.
José, que disfrutaba especialmente con estas cosas antiguas que encerraban mucha historia, las fue observando con mucha calma y se detenía numerosas veces ante algún manuscrito o códice que llamaba su atención, cuando por fin vio la mayoría de las cosas que había en las estanterías elevó su mirada hacia el techo y fue comprobando los rostros de los abades y priores que habían dirigido los designios de aquel lugar y su mirada se detuvo en uno de ellos y no pudo por menos que exclamar:
-¡Coño, mi tío!
Todos rieron de aquella ocurrencia del peregrino, bueno, todos menos el monje que no estaba acostumbrado a aquellas carcajadas en el interior del templo y se puso muy serio y mirando fijamente a José le dijo:
-Le ruego que mantenga un poco de respeto, estas personas ya han desaparecido y fueron todos ellos grandes hombres que se merecen como mínimo el respeto de los que hacen la visita.
-Es que, ese del cuadro es mi tío – aseguró José.
-Ese señor, fue el abad de este monasterio hace cincuenta años – dijo el monje.
-¡Pues es mi tío!, – afirmó de nuevo José – es el que me bautizó a mi cuando era cura y le recuerdo de pequeño, antes que se viniera a una parroquia de esta zona y ya nunca más le volví a ver, sabía que había sido alguien importante en la iglesia pero lo que ignoraba era que hubiera dirigido esta comunidad.
José sacó su cartera y le mostró al monje como el apellido de los dos era el mismo y si sabía la historia de aquel abad podía comprobar que habían nacido en el mismo pueblo.
Todos los peregrinos observaban, ahora en silencio, los comentarios que José y el monje hacían y se fueron dando cuenta que no era una más de las bromas habituales del peregrino.
Por esas casualidades que en ocasiones ofrece el destino, Jose pudo de nuevo reencontrarse casi un siglo después con aquella persona que vagamente recordaba de su infancia.