almeida – 11 de noviembre de 2014.

La calzada empedrada hacía cómodo el ascenso del des­nivel que une el fondo del valle y la Colegiata, la única que en la actualidad se conserva en las tierras del señorío.

Ya divisamos el recinto religioso. A la derecha hay un cruceiro que señala el acceso al templo, una puerta de piedra de sillería sobre la que se encuentra la leyenda de este lugar y una calavera atenazada por las garras de un águila que el maestro cantero ha sabido esculpir con maestría.

Una vez en el patio, hay varias estancias que permane­cen abiertas, pero no se ve a ninguno de los siete monjes cistercienses que todavía mantienen este hermoso conjunto enclavado en un paraje idílico: uno de los extremos de la reserva natural de Urdaibai.

Una gran campana de bronce, que fue creada para con­vocar a los oficios religiosos a los fieles dispersos por los numerosos caseríos diseminados en las laderas de los mon­tes de los alrededores, ha dejado de ser utilizada para el fin para el que fue fundida y, sobre dos grandes maderos, yace expuesta en el suelo del patio. Ahora sirve de modelo para ser fotografiada junto a los numerosos turistas que visitan este lugar.

Un diminuto claustro, muy pequeño para que los monjes puedan meditar mientras lo recorren ya que apenas cuenta con unos pocos metros en cada uno de sus lados, es sobrio y sin grandes elementos ornamentales, pero resulta muy recogido y acogedor.

Junto al claustro, se encuentra la pequeña capilla, también está abierta y no hay nadie en su interior. Accedemos hasta donde se encuentra el órgano, disimuladamente presiono alguna de sus teclas para ver si con el sonido se acerca alguno de los moradores del lugar pero seguimos encontrándonos solos.

Volvemos al amplio patio central, sobre una de sus piedras nos sentamos para ingerir una manzana. Son más de las doce y ya hemos recorrido unos veinte kilómetros, más de la mitad de la etapa, dejando parte de las energías que teníamos. El tramo que llevamos recorrido tiene una orografía similar a la de todo el País Vasco, muy ondulada con cortos aunque fuertes repechos que debemos superar por sus vertientes.

No sé si será el hambre que tenemos a estas horas, pero el aire trae un aroma exquisito que no lo habíamos percibido al llegar a la Colegiata. Agudizo el olfato y voy en la dirección que me guía la nariz, me conduce a un amplio edificio que parece el más moderno de todo el conjunto.

Veo un largo pasillo por el que me introduzco. Los aromas que antes percibía muy débilmente ahora inundan toda la estancia. Al fondo del pasillo veo una gran cocina en la que una figura de estatura más bien baja y algo oronda que se encuentra de espaldas moviendo su mano derecha.

—Buenos días— digo en voz alta según penetro en la cocina.

Al oír mi voz se gira hacia mí, lleva un hábito blanco con una franja marrón en el centro que le cubre todo el cuerpo, dejando ver únicamente unas sandalias de cuero. Su rostro es muy sonrosado, tirando a rojo, debe haber cumplido ha­ce tiempo los setenta y los pocos cabellos que aún conserva se han vuelto ya plateados.

—Buenos días— me responde, sé bienvenido.

Observo la amplia estancia en la que las cazuelas y los pucheros se acumulan en un perfecto orden. Mis ojos se dirigen hacia una larga cuchara de madera que sostiene en su mano derecha con la que está removiendo en una gran cazuela los ingredientes que ha ido añadiendo para hacer una excelente salsa vizcaína. El color rojo del tomate y del pimiento choricero domina todo el guiso ocultando el resto de ingredientes. La mezcla se ha ido cocinando lentamente y tiene un color que Van Gogh no pudo conseguir en sus mezclas para reflejar sus geniales amaneceres y crepúscu­los, pero los aromas que desprende inundan mi pituitaria y enseguida se esparcen por mi cerebro.

Por unos instantes, mi mente empieza a elucubrar cuál será la materia prima que acompañará esta exquisita salsa. Quizá sean unas manitas de cerdo que estarán co­ciéndose en una cazuela aparte y ahora las va a añadir. Tal vez incorpore unos callos con morros para que vayan impregnándose a fuego lento con todos los sabores con­centrados en la cazuela, aunque lo más seguro es que los monjes en su afán por la abstinencia de carne incorporen unas tajadas de bacalao, las cuales también hacen una compañía estupenda a este guiso. Qué más da, cualquier cosa que se añada estará estupenda. Mientras mi mente barajaba todas las opciones, involuntariamente las papi­las gustativas se avivan comenzando a desarrollarse y mi boca estaba llena de jugos que añoran mezclarse con lo que se está cocinando.

Egoístamente traté de ser más amable de lo que habi­tualmente me muestro. No sé lo que pretendía conseguir con ello, aunque quizá soñara con una invitación para acompañarle a la mesa y juntos contemplar, saborear y luego comen­tar sobre aquella obra maestra de la gastronomía.

—Somos peregrinos que estamos haciendo el Camino de Santiago, hemos salido esta mañana de Markina y tenemos previsto llegar a Gernika, aunque a la hora que estamos, quizá nos quedemos en el patio un rato para comer un bo­cadillo —le dije.

—Muy bien, hijos— comentó con una bondad que me hacía presagiar buenas perspectivas. Mi compañero había seguido mis pasos atraído también por los aromas—, por aquí no pasan muchos peregrinos, por lo que es muy agra­dable recibiros— nos dijo.

Ya está, pensé, ahora nos invita a que compartamos con él la abundante cazuela y aunque tengamos que quedarnos dos o tres horas más mientras hacemos la digestión, le digo que sí, que haremos un esfuerzo aunque lleguemos tarde, pero ardo en deseos por saber qué es lo que va a acompañar a esta estupenda salsa.

—¿Queréis sellar la credencial?— nos preguntó.

—Cómo no— le dije— el sello de este lugar tan entraña­ble no puede faltar en nuestra credencial de peregrinos, se­rá uno de los sellos especiales de este camino.

Ahora me avergüenzo de lo pelota que estuve, pero la verdad es que la visión que había tenido unos minutos antes, merecía la pena.

Nos condujo hasta otro edificio que desentonaba con el resto del recinto. Como en cualquier lugar turístico, nume­rosos reclamos publicitarios (llaveros, tazas, platos, dulces, guías…) inundaban el recinto.

Compramos algún libro que cuenta la historia de la Co­legiata y tras sellar la credencial volvimos al patio. El buen monje se excusó diciéndonos que debía seguir atendiendo lo que tenía en la cocina y deseándonos buen camino se despidió de nosotros.

Decidimos comer el bocadillo allí sentados, mientras seguía penetrando en nuestro cerebro, o quizá no se había ido, el exquisito olor que se escapaba de la cocina. Siempre me quedará la duda de lo que acompañaría aquella estupenda salsa, aunque cualquier cosa que el monje hubiera añadido estoy seguro de que Juan Mari Arzak lo hubiera calificado como una obra maestra de la gastronomía de la tierra.

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