almeida – 14 de octubre de 2014.

El día había amanecido sin una sola nube. Los rayos del sol incidían de forma directa y, sin piedad, caían sobre la tierra. Era uno de esos días de agosto en los que se agradece encontrar una sombra ya que el calor conseguía derretir la brea que algunos obreros habían esparcido en la carretera de acceso al pueblo que se estaba renovando.

Como todos los días, a las dos de la tarde me disponía a cerrar la puerta del cuarto donde recibíamos a los pere­grinos con la intención de ir hasta la cocina y preparar la comida.

Acostumbraba a echar un vistazo a la larga calle por la que accedían los peregrinos por si alguno se dirigía al alber­gue. En estos días tan calurosos me sentía mal si hacía es­perar a alguien que necesitara de forma urgente esa hospi­talidad que estaba ofreciendo.

Hacia la mitad de la calle, vi una figura menuda que caminaba con dificultad. Fui a su encuentro y al pararme delante de ella, levantó sus ojos que estaban fijos en el suelo encontrándose con los míos. Me impresionó aquella mira­da, eran unos bonitos ojos azules pero sin luz. Si los ojos son el reflejo del alma, me encontraba delante de un alma muy atormentada.

Mary era una mujer de avanzada edad, debía rondar los setenta años, su cuerpo parecía muy frágil y la fatiga y el cansancio se reflejaban en su rostro.

Extendí la mano para liberarla de la mochila y su pri­mera reacción fue de desconfianza, hasta que le ofrecí mi mejor sonrisa. No sé si fue la generosidad de mi gesto o la fatiga que llevaba, que no ofreció ninguna resistencia y con­sintió que le desprendiera la mochila de su espalda.

Caminamos juntos los cincuenta metros que nos sepa­raban del albergue, según avanzábamos la iba dando pala­bras de ánimo, sus ojos celestes me miraban aunque su bo­ca permanecía cerrada.

Cuando entramos en el albergue, tras ofrecerle el botijo con agua fresca para que calmara su sed, comencé a expli­carle el funcionamiento y las normas del lugar de acogida, pero no me comprendía. Éramos una pequeña torre de Ba­bel que nos impedía entendernos.

La acompañé hasta una litera libre donde dejé con sua­vidad su mochila para que comprendiera que esa era la ca­ma que tenía asignada. Ofreciéndole mi mano que asió con suavidad la invité a que me siguiera. Le indiqué dónde se encontraban las duchas y luego la llevé hasta la cocina don­de le mostré lo que estaba preparando y por gestos le ofrecí que en media hora, después de que se duchara, la esperaba para compartir la comida. Ella sin decir una palabra asintió con la cabeza.

La ducha había quitado el cansancio que reflejaba su rostro unos minutos antes, pero los ojos seguían siendo muy tristes. Al verla con una ropa más ligera, noté que es­taba masectomizada del pecho derecho y a través de sus chancletas sobresalían unos dedos llagados con numerosas ampollas.

Le serví un gran plato de pasta y abundante ensalada. Mientras comía, la suavidad de las palabras que le dirigía fue como un bálsamo para que la desconfianza inicial fuera desapareciendo, aunque la expresión de su rostro permane­cía inalterable porque seguía sin comprender nada de lo que le decía.

Fui a coger el botiquín y le limpié las heridas que tenía en los pies poniéndole abundante Betadine, ¡qué lástima que no haya una medicina que también cure las lesiones del alma!, pensé por unos instantes.

Observé que una mueca que trataba de ser una sonrisa se reflejaba en su boca. Con ella agradecía las atenciones que le estaba ofreciendo. Esa imagen me recordó a una película de Spielberg cuando los alemanes llegaban al gue­to de Varsovia y en un hospital los médicos ofrecían a los internos una pastilla para mitigar su sufrimiento, la sonri­sa de una de las internas ante su inmediato y corto futuro de agradecimiento y a la vez de lástima, la veía reflejada en aquel rostro.

Se pasó toda la tarde tumbada en la litera, estaba ador­milada, creí que el descanso sería la mejor medicina que podía tener para recuperar todas las fuerzas que había per­dido durante la jornada.

Localicé a un peregrino conocedor de la lengua de Sha­kespeare y le pedí que me sirviera de intérprete. Fuimos a la litera en la que descansaba Mary y a través del improvisado traductor la invité a que nos acompañara a la cena y la co­menté que si no se encontraba con fuerzas, se quedara des­cansando al día siguiente en el albergue.

Por medio del intérprete, agradeció de nuevo las aten­ciones recibidas, su voz era muy cálida y cadenciosa, tenía un timbre muy agradable. Con una nueva sonrisa que no consiguió encender la luz de sus ojos, manifestó que solo deseaba descansar. Comprendí que su cuerpo estaba sufi­cientemente alimentado y que quien estaba todavía herido era su espíritu.

Antes de comenzar la cena, volví a pasar por la litera de Mary, comprobé que seguía durmiendo, le dejé a mano una manzana, una naranja y un pequeño brick de zumo por si se despertaba y lo necesitaba.

Pasé toda la noche viendo esa mirada profunda que en su tiempo debió de ser muy hermosa. Intentaba compren­der los golpes que le habría dado la vida para que su sem­blante fuera tan triste y apenado y pensé que si se quedaba un día descansando quizá pudiera abrir su corazón y si en­contraba a alguien que hiciera que nos entendiéramos po­dría encontrar esas palabras que lograran llegar y reconfor­tar su atormentado espíritu.

A las siete de la mañana, implacables como siempre, las campanas de la torre me indicaban la hora de levantarme. Esos minutos entre el sonido de la última campanada y el aseo diario siempre los ocupaba en pensar qué sorpresas me depararía el nuevo día y qué personas serían las que pasarían o quizás entrarían en mi vida, pero ese día solo tenía pensamientos para Mary y deseaba ver cuanto antes cómo se encontraba.

Al girar la manilla de la puerta del cuarto de hospitale­ro, noté como algo se caía al suelo. Agachándome recogí un papel en el que había dibujado un corazón, tenía prendido en él una flor silvestre de las que abundaban en el jardín. Volví a mirar el dibujo y comprendí que Mary se había ido y no la volvería a ver más. Y me di cuenta que cada vez que mirara ese corazón, soñaría como los ojos de Mary mostra­ban una gran sonrisa.

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