Isaías Gullón – 09 de enero de 2017.

JUAN CID ARIAS aportó sus colaboraciones a la página CORREO DE TÁBARA desde mayo de 1973 a septiembre de 1974. Son instantáneas vivas y apasionantes de la realidad tabaresa.

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Sirva este repertorio de sus escritos para mantener su palabra entre nosotros, al faltarnos su presencia física desde tan pronta edad.

 Incluyo también la respuesta de Pedro Amaro (hijo) a “Retrato de Sabino”.

 

 Recopilado por Isaías S. G.

 

Publicado en la página ocho CORREO DE TÁBARA en El Correo de Zamora de 15/5/1973. 

 

El viejo vaquero de mi pueblo

Cuando el murmullo suena en la vereda

de la brava campiña de tu tierra,

y como música agreste, nota queda

de peñizal bravío que se quiebra

en tus oídos suena una canción:

que tus oídos se pierdan en el sereno cielo,

y que tu rostro tosco, tallado por los soles

imprima orgullo y clase al eco de tu voz.

Fue una tarde de agosto. A la sombra de la vieja casa, sentados en torno a las mesas, los hijos de mi pueblo veían consumirse otro día de sus cortas vacaciones, en alegre tertulia, bebían y fumaban y los ecos de sus voces, se unían a las volutas del humo exhalado y se perdían en el azul del horizonte. 

 Junto a la verde enredadera, jugando al pesetero, cuatro ancianos. Cuatro columnas modeladas por los vientos y los soles. Corva su figura. Tallados por el cincel de las horas y el sudor. Su rostro era la manifestación exterior del espíritu de la tierra. Sus manos nudosas, con torpeza sagrada atenazaban las raídas cartas; y en sus cabezas, vestidas con las hebras más argénteas, se reflejaban las últimas luces de la tarde tranquila.

 Era la hora en que, después de un día de errante caminar por pastizales pálidos, la inmensa vacada regresaba a sus lares. Anunciaba su llegada la inmensa nube de pardo polvo y vestía al cielo de música el metálico eco de oxidados cencerros. El tropel era inmenso. Cientos de vacas pardas, rojas, negras… con su tranquilo y reposado andar, vestían el aire de tranquilos mugidos y regalaban con su figura serena un suspiro de paz.

 Con el vaquero, aquel día tocaba el turno a un hijo del lugar, a un retrato de la tierra dura, a un tronco de roble vetusto e inclinado ya, pero portador aún de la ingénita fuerza que llega al seno de la torrada Castilla.

 Adelantáronse los vaqueros a la cabeza del ganado, cuando éstas llegaban a la románica Torre. Púsose uno a cada lado y las vacas comenzaron a pasar. Lentas, tranquilas, brillantes de sudor sus cuerpos, sus enormes ojazos miraban con húmedos destellos.

 El viejo vaquero, con su presencia santa y venerada, brote de piedra brava en el negro asfalto, sin gestos detenía a los viajeros que circulaban Dios sabe a qué lugares. Deteníanse los coches. Bajaban los ocupantes, unos miraban al vaquero, otros a las vacas. Disparaban sus máquinas y se llevaban en ellas un ápice del tesoro que brota del alma de la tierra. Sonreía el vaquero agradecido y premiaban las vacas el tiempo perdido con una mirada profunda que llevaba en sus destellos el encanto de los paisajes no vistos.

 De pronto una voz ronca y cansada, sonó en el celeste encanto de la sonora tarde: – ¡Sr. Juan! ¡Venga a tomar una copa!

 El vaquero volviendo el rostro, esforzóse por conocer al dueño de aquel eco, y sin lograrlo, encaminóse al bar. Cuando llegaba, una mano rugosa, de abultadas venas se ofreció a su paso, y ante el espontáneo gesto de su pecho salió el sentido suspiro: – ¡Pero hombre Manuel! ¡Cuántos años sin verte!

 Entraron en el bar. En tanto, las vacas seguían su reposado regreso y los coches seguían deteniéndose a contemplar ese espectáculo hermoso, sólo cotidiano en los lugares que regalan con su tranquilo discurrir, la añorada esencia de las horas tranquilas.

 De pronto oyóse un chirrido de frenos; del coche, a duras penas detenido, enfebrecido y nervioso, salió despedido un hombre de elevada estatura y elegante porte. Con agrio gesto, a casi voz en grito exclamó: – ¿Quién es el patán que guía estas bestias?

Todos los que sentados jugaban, volvieron la cabeza. Los hijos del pueblo, reprochaban con desprecio el gesto y el insulto de aquel recién llegado.

 Nadie contestó, y el enfebrecido viajero, sacudiendo la blanca ceniza de un soberbio habano, de nuevo preguntó: – Pero bueno; Es que nadie las cuida? ¿Se puede saber quién es?

 Tranquilo, sereno, descubriendo la plata que en su cabeza cubría un sombrero de paja y portando en sus manos oscuras y deformes un cigarro liado, el viejo vaquero salió del bar. Miró como ausente al que solicitaba su presencia, y con cansino paso y orgulloso gesto, se dirigió hacia él. A escasa distancia se detuvo, elevó su cara tallada por los gélidos vientos del invierno y las torradas horas del estío, mostró su pecho descubierto y bronco, y mirando, de frente al elegante viajero, exclamó: – Yo soy.

 Yo no sé el matiz que imprimió a su voz, ni pude ver el destello de sus ojos puros; mas vi, cómo el desconocido inclinó su cabeza, y oí el portazo que rubricaba la descortesía de su orgullo cosmopolita herido.

 Es por eso, vaquero de mi pueblo,

tronco de vetusta encina que los soles torran,

que los retoños que a tu lado brotan,

viendo el porte soberbio de tu esfinge

y el orgullo de tu imagen santa:

ante el eco de tu voz agreste

y la esencia de tu castellana casta,

presos de un orgullo tabarés y puro,

con sobrehumana dicha te veneran.

 JUAN CID ARIAS. 

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