almeida – 27 de octubre de 2014.

Al llegar a Larrasoaña, Carlitos se quitó las zapatillas y se confirmaron las sospechas que tenía. En el dedo gordo del pie izquierdo el roce constante le había producido una enorme ampolla.

—Es el tributo que debe pagar el peregrino —le comenté  tratando de quitarle importancia a la contrariedad.

Limpiamos bien la zona afectada y esparcimos abun­dante Betadine en crema para que no fuera a más, pensan­do que en unos días se habría solucionado el problema.

Carlitos era diabético, por lo que cualquier herida le tardaba más en cicatrizar que a otras personas y por ese motivo cada día que finalizábamos la etapa, después de la ducha, lo primero que hacía era dedicar el tiempo necesario para limpiar y desinfectar la herida.

El tratamiento que aplicábamos no daba los resultados deseados. Cada día la herida se extendía más, habiendo ad­quirido el diámetro de una moneda de cinco céntimos y es­taba horadando la carne con una profundidad de varios mi­límetros. Además el color que ofrecía no presagiaba nada bueno.

Cuando llevábamos seis etapas, por primera vez vino a mi mente la opción de abandonar. Era lo que siempre había temido cuando hacíamos la planificación, pero entendía que era la mejor opción, ya que de lo contrario la lesión po­día ser considerable.

Aquella noche pusimos las cartas boca arriba:

—Carlos, si mañana sigues igual, lo dejamos. Así no po­demos continuar —le dije con tristeza pero mostrándome firme en los planteamientos que hacía.

—De ninguna manera, si alguien se tiene que ir, me voy yo, pero tú continúas —dijo con voz enérgica, casi enfadado y prosiguió—, mañana llegamos a Belorado donde habrá un centro médico, dependiendo de lo que me digan, tomamos una decisión.

Es cierto que al planificar el camino, acordamos que si uno de los dos tenía que volverse por alguna lesión, el otro debía continuar por los dos, pero creo que ambos asentimos pensando cada uno que no sería el otro el que fallara.

Llegamos pronto al albergue, poco a poco fue llegando el resto del grupo que habíamos formado los últimos días, el cual era una torre de Babel por la procedencia de los pe­regrinos: Bilbao, Madrid, Japón, Londres, Hawai…

Después de ocupar con nuestras cosas las literas que nos correspondían, buscamos el ambulatorio convencidos de que la recomendación sería que Carlitos abandonara el camino. La mente iba barajando las opciones que teníamos ante esta dura decisión que nos obligaría a abandonarlo una semana después de haberlo comenzado.

La amable enfermera de información nos dio el número para esperar en la sala de urgencias donde se encontraba un señor casi centenario. Su cara curtida por el recio clima cas­tellano parecía un pergamino un poco arrugado. También había una señora de mediana edad que no conseguía sujetar a su hijo que trasteaba por la sala a pesar de un corte que tenía en una pierna donde le habían puesto un pañuelo para frenar la hemorragia.

Cuando llegó nuestro turno, le pedí a la doctora que me permitiera pasar a la consulta. No me fiaba de Carlitos ya que era capaz de decir que todo estaba bien y seguir su­friendo para no dejar el camino o para no hacerme la faena de tener que hacerlo yo.

Le explicamos cómo se había producido la lesión y el tratamiento que estábamos aplicando, así como las previ­siones que teníamos de continuar hasta Santiago. Tras una amplia exploración y comprobar que no había infección, nos dijo que podíamos continuar el camino y, en lugar del tratamiento que estábamos haciendo, debíamos lavar to­dos los días la herida con jabón Tximbo y luego colocar la herida sin tapar al sol, todo el tiempo que pudiera aguan­tar.

No lo podíamos creer. Agradecidos y eufóricos, salimos de la consulta donde creíamos que nos iban a dar la peor de las noticias, casi brincábamos de alegría.

—Esto hay que celebrarlo —me dijo Carlitos, y nos fui­mos al primer bar abierto que encontramos para tomar un buen gin-tonic y brindar por la buena noticia.

Según regresábamos al albergue, pasamos junto a una carnicería que tenía expuestas unas hermosas morcillas de unos 16 cm. de diámetro y 80 cm. de largo en forma de U. Sin decir nada, nos miramos y entramos en el estableci­miento. Coincidimos en celebrarlo comiendo una exquisita morcilla de Burgos acompañada de una botella de Rioja.

Cuando el carnicero nos sirvió, le dije a Carlitos que se­guramente daríamos envidia a alguien más del grupo, por lo que decidimos coger una segunda morcilla, ésta para com­partirla con quienes estaban en el albergue.

Los peregrinos de nuestro grupo estaban esperando las noticias que les traíamos. Juntos compartimos la alegría por poder seguir caminando y compartiendo el camino du­rante no sé cuántas jornadas más.

Como buen txokero, cogí una gran sartén a la que puse un poco de aceite y colocándola sobre el fuego, fui trocean­do las morcillas en pedazos pequeños pero suficientes para no deshacerse.

El aroma que desprendía la fritura fue inundando el pa­tio que se encuentra junto a la cocina y, poco a poco, la gente se fue agolpando. La mayoría eran extranjeros a quienes lla­maban la atención las raras salchichas que estaba friendo.

Una colmada fuente fue el resultado de las dos morcillas troceadas. La puse en el centro de la mesa que había en la cocina.

Les ofrecí a todos los que estaban en la cocina que las probaran y mientras que quienes conocían el producto co­gieron un pedazo que, a pesar de estar abrasando, engullían con satisfacción, lentamente los ocho o diez extranjeros también se fueron animando.

—¡Oh, good! —decía una peregrina americana.

Yes, yes —asentía otra peregrina alemana robusta y con unos mofletes muy sonrosados y carnosos.

Como había una cantidad abundante animaba a todos a repetir, según iba yo tomando un trozo y lo metía en la boca saboreándolo, aunque no hizo falta animarles mucho.

El vino que habíamos llevado, solo una botella, se con­sumió enseguida, solo un pote por persona y quienes esta­ban en pareja compartían vaso.

Una de las extranjeras se dirigió hacia mí diciéndome: —Uery good! —y algo que no logré comprender.

Uno de los peregrinos madrileños, versado en la lengua de Shakespeare, se ofreció como traductor y me dijo: —Comenta que le ha gustado mucho, que le digas cómo se llama lo que ha comido y cómo se hace.

La peregrina extranjera extrae de su riñonera un bloc de notas y un bolígrafo, otros la imitan para no perder detalle de mi explicación.

—Se llama morcilla y es un producto típico de esta tierra —le digo.

—Mocila —repite ella en voz alta mientras apunta.

—No —le digo—, mor-ci-lla —insisto acentuando la úl-tima silaba.

Dejo que el traductor haga su labor y continúo despacio para que le dé tiempo a ir traduciendo mis palabras.

—Se hace con verdura o arroz, o se mezclan las dos cosas. Ésta que hemos degustado está hecha con un poco de puerro, verduras y arroz, todo ello cocido, luego se añade sangre de cerdo y las que son artesanas se introducen en una tripa de cerdo que luego se deja cocer —les digo.

Según oía cómo el traductor hacía su labor, observaba los rostros de quienes estaban escuchando y veía como la sonrisa inicial se mudaba a un ligero rictus. A la peregrina alemana, los mofletes se le estaban poniendo pálidos y varias personas que estaban en la mesa, como movidas por un resorte, se levantaron pidiendo excusas y abandonaron la estancia.

A veces la curiosidad juega malas pasadas. Por unos momentos me imaginé a quienes habían abandonado la estancia haciendo el camino del norte y su reacción al visitar un txoko en el País Vasco ante una exquisita cazuelita de angulas, unos txipirones en su tinta o unas kokotxas en salsa verde. ¡Inocentes! ¡Qué sabrán ellos de la buena gastronomía!

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