almeida – 25 de noviembre de 2014.

Cuando me dirigía a abrir la puerta del albergue en la que recibíamos a los peregrinos, se encontraba sentada en un ban­co. Su semblante era muy triste aunque su mirada transmitía ilusión y alegría. Traía una pequeña mochila que sujetaba con su mano derecha, ya que el brazo izquierdo lo tenía casi com­pletamente escayolado, desde el hombro hasta la muñeca. Me saludó cordialmente y preguntó si podía alojarse a pesar de que aún era muy pronto y, al registrar sus datos, me confesó que venían ocho personas más por detrás y que llegarían hacia las dos de la tarde. Me pidió que los alojara a todos en el mis­mo cuarto.

Le expliqué las normas de acogida y que lo que me pedía no era posible ya que los peregrinos iban ocupando su litera según llegaban. No podíamos hacer ni excepciones ni reser­vas. Le ofrecí dos opciones, podía asignarle su cama y cuando llegaran sus compañeros tendrían las suyas aunque estarían separadas o bien podía esperar a que ellos llegaran y entonces les corresponderían las literas a todos juntos. No iba a tener problemas de espacio ya que había camas para todos los pere­grinos que llegaran. Optó por esta última propuesta y se sentó en un sillón que había en la recepción. Le ofrecí un café con leche para que su espera se le hiciera más liviana.

Cuando fue cogiendo confianza, se desahogó contándome su aventura. Eran cuatro matrimonios de mediana edad que acompañados por el sacerdote de su parroquia habían salido de Roncesvalles con la intención de llegar hasta Burgos. La experiencia estaba resultando muy interesante ya que estaban compartiendo plenamente su camino. Una vez que llegaban a su destino diario, antes de la cena, se reunían los nueve y hablaban de las experiencias y las sensaciones que ese día el camino les había proporcionado.

Cuando salieron de Pamplona, en las rampas que conducen al alto del Perdón, el grupo se fue estirando. Los que menos preparación llevaban se fueron quedado atrás. Hacía un día muy caluroso y ni los grandes ventiladores eólicos les proporcionaban la brisa necesaria que les hiciera más cómodo el ascenso.

Junto a la fuente de la Reniega, se fueron agrupando. Una vez que llegaron los más rezagados, después de descansar y reponer fuerzas, reiniciaron el camino que les llevaba a un pedregoso y resbaladizo descenso.

Nuestra peregrina vio como una avispa se posaba en la mochila de quien caminaba por delante, trató de apartarla con su bordón pero la avispa continuaba revoloteando esquivando los bastonazos que trataba de darle. Hizo un nuevo intento, esta vez con algo más de ímpetu con tan mala suerte que con el peso de la mochila perdió el equilibrio yéndose al suelo y al caer apoyó su mano izquierda tratando de amortiguar la caída.

El dolor que sintió era muy intenso. Tras reincorporarla la separaron de su mochila y continuaron como pudieron hasta Puente la Reina. Pensaron que en el momento que se pasara el efecto del golpe, el dolor iría remitiendo.

Para poder ducharse. Tuvo que contar con la ayuda de su marido ya que seguía sin poder doblar el brazo por los intensos dolores que tenía. Decidieron ir al hospital para que analizaran la zona afectada. El resultado no pudo ser más desolador, rotura del brazo que le impedía continuar el camino.

La primera reacción fue seguir el consejo médico, pero su marido dijo que se volvía con ella a casa, incluso algún miem­bro más del grupo también se sumaba a esta decisión. El ca­mino se había terminado para todos, pero nuestra peregrina, en un gesto de generosidad, dijo que no podía aceptarlo. Era la ilusión con la que habían soñado tanto tiempo y no podía per­mitir que por su culpa no se cumpliera. Ellos seguirían con la planificación que habían hecho. Mientras, ella recorrería el tramo de cada día en autobús o en taxi y seguirían compartien­do cada noche las vivencias que estaban teniendo aunque ella no pudiera experimentarlas.

Aquel gesto de sacrificio suponía una generosidad muy grande, así se lo hice ver a nuestra peregrina. Le dije que de­bería estar muy satisfecha de su decisión y sus compañeros muy orgullosos de ella.

Cuando éstos llegaron, compartieron la alegría del reen­cuentro, a pesar de la tristeza por el contratiempo que habían tenido, se les veía eufóricos. Les asigné las literas en el mismo cuarto y ya no les volví a ver más durante el día, salvo un breve instante en el que observé cómo estaban compartiendo sus ex­periencias y nuestra peregrina al verme me obsequió con una bonita sonrisa.

A la mañana siguiente, cuando todos abandonaron el al­bergue, invité a nuestra peregrina a que nos acompañara en el desayuno. Los dos hospitaleros teníamos la costumbre de que ese momento era el nuestro ya que después de hacer la limpie­za del albergue solíamos disponer de algo más de una hora pa­ra ir despejando de nuestra mente las vivencias que habíamos tenido y pensar en las que nos depararía la jornada que iba a comenzar.

Conversamos durante mucho tiempo. No tenía prisa ya que disponía de varios autobuses que hacen el recorrido que la llevaría de nuevo al encuentro con sus compañeros. Con tristeza me comentaba que su ánimo estaba muy bajo por no poder acompañar al grupo, traté de animarla dicién­dole que el camino siempre permanecería donde estaba. Podría retomarlo en otra ocasión. Quizá hubiera sido el des­tino que le deparara ese contratiempo que había tenido pa­ra que ella hiciera el camino de otra forma diferente. Pero lo que debía valorar era lo que estaba haciendo por sus com­pañeros; les permitía que pudieran cumplir sus sueños. A pesar de la tristeza que la embargaba, la disimulaba trans­formándola en alegría cuando estaba con ellos. Eso era una muestra de generosidad de la que debía estar muy contenta por permitir que sus amigos fueran felices.

Me confesó que esa tarde ella sería la protagonista de la reunión de todos los días. Quería transmitir a sus compañe­ros que, en el camino que ella estaba realizando, hoy se en­contraba tremendamente feliz porque había llegado a conocer a personas que los demás no habían tenido la oportunidad de hacer. La amistad que surgió en esas pocas horas de con­versación la sellamos con un fuerte abrazo de despedida y ninguno de los dos olvidaremos la amistad que había nacido ese día.

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