almeida – 17 de octubre de 2015.
Al contar con mucho tiempo de convivencia, no solo durante las horas que dura cada etapa, sino en los largos ratos que se pasan conviviendo en los albergues, la familiaridad con la que actúan algunos peregrinos es digna de admiración,
ya que en algunos casos surgen situaciones muy originales que enseguida provocan o contagian la risa de quienes se encuentran junto a ellos.
Lo normal suele ser contar chistes, pero la gracia es muy limitada, ya que mientras que quienes hablan el mismo idioma que quien los cuenta se parten de risa con los que son ocurrentes y graciosos, los extranjeros se quedan siempre preguntándose por qué se reirán el resto de los que se encuentran con ellos disfrutando de esos momentos. En esas ocasiones suele surgir la persona comprensiva que trata de explicar el chiste a los extranjeros. El efecto suele ser el mismo ya que además de destrozar el chiste, los extranjeros siguen sin enterarse y son únicamente quienes le comprenden los que se ríen, pero en esta ocasión lo hacen por la forma tan sencilla que ha tenido de estropear un buen chiste.
Por eso lo que resulta mucho más divertido suelen ser las ocurrencias que algunos tienen que no precisan del idioma para ser comprendidos y en esto, los andaluces suelen ser unos maestros del ingenio que casi llegan a elevarlo a la categoría de arte.
En una ocasión Pepe de Huelva estaba haciendo su cuarto camino y había intimado con un grupo en el que la mayoría eran extranjeros. Aunque no se entendían con el vocabulario, pronto comprendieron que los gestos son un lenguaje universal que todos entienden, por lo que se hacía comprender de esta forma. Pero como buen andaluz, le resultaba imposible permanecer callado, por lo que según gesticulaba haciéndose entender, acompañaba sus movimientos con ese gracejo tan característico de su tierra.
Un día tenían por delante una jornada en la que debían caminar casi la mitad de la misma por el arcén de la carretera y nada más salir del albergue, en una cuneta, Pepe se encontró una matrícula que se había desprendido de algún vehículo que pasaba por allí.
La mente de Pepe, que para el ingenio se activaba enseguida, pensó en el partido que podía sacar a aquella matrícula y la cogió sujetándola en la parte posterior de la mochila para que fuera bien visible.
Cuando ya se encontraba bien sujeta, ese día cambio el ritmo y en lugar de ir en la cola del grupo se puso el primero de tal manera que todos pudieron ver el nuevo elemento decorativo que lucía en su mochila. Al verlo, uno de los peregrinos, un inglés espigado y que parecía el más decidido de todo el grupo llamó la atención de Pepe haciendo que éste se parara.
– “¿Qué llevar tú en mochila? “– preguntó el inglés.
– ¡Pues que va a ser, la matrícula! – respondió éste.
– “¿Y por qué matrícula?” – volvió a interrogar el inglés mientras iba traduciendo lo que algunos no entendían que decía Pepe.
– ¡Cómo qué por qué!, ¡no me digas que vosotros no lleváis matricula! – dijo en un tono un poco extrañado.
Todos negaron con la cabeza y comenzaron a hablar entre ellos extrañados de ese símbolo tan poco jacobeo que para todos era desconocido.
Viendo la reacción que había ocasionado, Pepe muy serio siguió comentando:
– Pues ahora tenemos por delante varios kilómetros que debemos caminar por el arcén de la carretera y suele estar la guardia civil y al que no lleva la matrícula en la mochila no les dejan seguir el camino, o sea, que si no habéis previsto la matrícula en el siguiente pueblo ya podéis buscarla porque si no os quedáis parados y dependiendo de la guasa del “picoleto” igual os lleva al cuartelillo – comentó muy serio Pepe.
Resultó muy curioso ver a media docena de extranjeros en la primera tienda del pueblo tratando de hacerle entender al dependiente que necesitaban que les vendieran una matrícula de mochila para poder seguir el camino.