almeida – 9 de mayo de 2014.
Muchas veces estamos acostumbrados a que la primera imagen que tenemos de una persona, de forma inconsciente, nos haga emitir un juicio que en la mayoría de los casos, por la precipitación con la que emitimos estos juicios, sean erróneos y no se correspondan casi nunca con la realidad.
Una de las cosas que el Camino me ha enseñado, o que quizá he sabido aprender, es a no juzgar a nadie a pesar que los indicios me predispongan a emitir un juicio, que en condiciones normales puede resultar acertado.
Por primera vez lo hice en mi primer camino y a los pocos minutos me di cuenta que había sido injusto con un peregrino, recibí una de las lecciones más importantes y era que “no debía juzgar nunca más a nadie”; y he procurado no hacerlo y creo que, salvo que me traicione el subconsciente, lo he conseguido.
Cuando me encontraba en Santuario, con el compañero que tenía de hospitalero, nos repartíamos las tareas que cada día había que hacer y, entre estas, nos íbamos alternando en el momento de recibir y registrar a los peregrinos.
Nos encontrábamos en uno de esos momentos nuestros, cuando antes de abrir el albergue, disponíamos de un par de horas para nosotros; y era el momento que aprovechábamos para comer. Lo hacíamos sin prisa, ya que una vez que abriéramos la puerta, no tendríamos tiempo para nosotros, todo sería para los peregrinos que fueran llegando a Santuario.
Pero ese día era bastante caluroso y casi una hora antes decidimos abrir la puerta, no queríamos que los peregrinos esperaran al sol cuando lo que más necesitaban era una ducha y un buen descanso.
Cuando nos encontrábamos en el segundo plato, escuchamos como alguien se quitaba la mochila en la puerta de Santuario y mi compañero se levantó para recibirlo y registrarlo.
Según iba por el pasillo, al ver al nuevo peregrino, se volvió y me preguntó en voz alta que si tenía algunos conocimientos de karate ya que igual necesitaba mi ayuda.
Percibí que lo decía bromeando y lo hacía con el énfasis necesario para que yo me asomara al pasillo y contemplara también al recién llegado.
Me levanté de la silla y me acerqué hasta el pasillo para observar lo que mi compañero quería que viera. Allí, en la puerta de la entrada, de pie, ocupando casi todo el contorno de la entrada, observé de pie a un peregrino muy grande. A través del trasluz, vi que llevaba una camiseta casi sin mangas, mostraba por completo sus brazos desnudos, que ofrecían un color marrón oscuro tostados por el ardiente sol, también su cuello ofrecía un moreno muy intenso. Una barba descuidada y poco poblada contrastaba con la piel imberbe que solían mostrar la mayoría de sus paisanos. Lo que más destacaba en este peregrino era una tira de tela que rodeaba su cabeza a la altura de su frente y que estaba anudada por detrás. Me recordó a los viejos samuráis japoneses que había visto en alguna ocasión en viejas fotografías y en alguna película oriental.
Como decía mi compañero, tenía todo el aspecto de un karateka que se encontrara dispuesto para un combate, por eso consideré muy acertada la expresión que me hizo cuando me aviso de su llegada.
Pasaron poco más de cinco minutos hasta que mi compañero regresó, traía una sonrisa un tanto picarona, con la cual esperaba que me hiciera preguntarle qué era lo que había pasado, pero yo me mantuve sin preguntar nada para que fuera él quien me lo contara, ya que veía que estaba deseando hacerlo.
—¿A qué no sabes que es lo que me ha pedido?
—¡No!, pero seguro que me lo vas a decir —le comenté.
—Pregunta si podemos abrir esta tarde la ermita o la iglesia.
—¿Y qué quiere hacer?, entrenarse o dar una clase de karate.
—Nada de eso, quiere celebrar una misa.
—¿Pero una misa cristiana o una misa budista? – bromeé.
—Una misa cristiana para todos los peregrinos que deseen asistir —me dijo —es un sacerdote cristiano.
—¿Y cómo la va a celebrara? en castellano o en coreano.
—Pues me imagino que en su idioma ya que desconoce cualquier otro, nos hemos comprendido a duras penas, gracias a otra peregrina coreana que hablaba algunas palabras de inglés y se ha ofrecido a hacerme de intérprete.
Ese día, por primera vez, asistimos a una misa celebrada en coreano. Y de nuevo me acordé de aquella ocasión en la que me propuse no juzgar a nadie por la primera impresión, porque si lo hubiera hecho, de nuevo hubiera errado, como lo hice en aquella primera ocasión que me atreví a hacerlo, pues como ya me ha enseñado el Camino: “ muchas veces las apariencias engañan“.