almeida – 20 de abril de 2014

Cada día llegaba a Santuario algún peregrino que destacaba sobre los demás, bien fuera por su físico, por su amabilidad o simplemente porque ese día habían llegado muchos extranjeros y él era la única persona con la que podía entenderme y yo era alguien con quien podía hablar después de varios días rodeado de peregrinos de otras lenguas.

Cuando llegó Nicola, un ligero acento le delataba como un peregrino trasalpino, pero apenas se le notaba; hablaba un castellano casi perfecto. Era un joven muy dicharachero, no cesaba de hablar, de sus labios solo salían alabanzas para el Camino que estaba recorriendo. Enseguida me di cuenta que ese sería el peregrino con el que más intimaría de todos los que habían llegado a Santuario ese día.

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Dejé que buscará su sitio en el cuarto de los peregrinos, se aseara y descansara para recuperar las fuerzas que había dejado ese día en el camino; pero él no quería descansar, estaba ávido por ampliar sus conocimientos, y antes de una hora ya estaba de nuevo en el pequeño cuarto de recepción de los peregrinos.

Le ofrecí un vaso de vino y, cuando lo tuvo en sus manos, lo levantó haciendo un brindis:

—Por el Camino y por este sitio al que el destino me ha traído hoy.

—Por que disfrutes del Camino como veo que lo estás haciendo —le dije.

—Ha sido una casualidad que hoy llegara hasta aquí –me comentó —cuando salí esta mañana, tenía pensado haber caminado dos o tres horas más, pero cuando vi las casas de este pueblo, algo guió mis pies hasta aquí.

—Igual no fue una casualidad —le dije —las casualidades no existen.

—Tienes razón —comentó —por eso estoy aquí, debería haberlo asumido ya, pero todavía no me hago a la idea.

Me quedé observándolo sin decir nada, sé que en esos momentos es cuando el peregrino desea hablar, siente necesidad de hacerlo y entonces mi labor es escuchar, dejar que todos sus sentimientos y sus pensamientos salgan de su interior.

Comenzó a contarme como una extraña circunstancia fue la que le hizo pensar por primera vez en este camino del que en alguna ocasión había oído hablar; pero nunca le había interesado lo más mínimo.

Meses atrás se encontraba en las calles de su ciudad y observó una escena que le resultó muy extraña. Vio como a lo lejos de la calle en la que se encontraba avanzaba un ser que llamó su atención, como se encontraba bastante lejos no podía verlo bien y se quedó mirándolo hasta que fue acercándose a donde él se encontraba.

Se trataba de un chino, era un hombre menudo, de mediana edad; que arrastraba un pequeño carrito en el que llevaba sus pertenencias, según avanzaba se iba deteniendo cuando llegaba a algún edificio que llamaba su atención y lo observaba con detenimiento, luego volvía a coger con las manos su carrito y continuaba avanzando.

Aquella escena le resultó muy curiosa, no se trataba de uno de esos nuevos inmigrantes que cada vez abundan más en los países de Europa, sus ropas le delataban como alguien que venía desde aquel país. Estuvo tentado de haber salido a su encuentro, pero pensó que sería inútil. ¿Cómo podía entenderse con él?

Durante las siguientes horas, en su mente no había otra imagen que la del chino con el carrito. Se estaba obsesionando con aquella escena y ahora se arrepentía de no haber intentado tener un acercamiento con él, al menos debería haberlo intentado, aunque de antemano supiera que iba a resultar inútil cualquier tipo de intercambio.

Cuando se acercaba la hora de comer, se dirigió hacia su casa, en lugar de hacerlo por la calle que habitualmente recorría, en esta ocasión fue por el casco antiguo de la ciudad. Cuando superó la catedral, de nuevo volvió a ver al chino, estaba mostrando un papel a una joven y daba la impresión que estaba hablando con ella.

Esta vez no dejó que su mente pensara, el impulso le condujo hacia donde se encontraba aquella persona que le había estado obsesionando desde el primer momento que le vio.

—Puedo ayudar en algo —dijo Nicola al acercarse.

—Este señor —dijo la joven, pregunta por un monasterio que me resulta familiar pero no se donde está.

Nicola tomó el papel y vio escrito el nombre de un monasterio que se encontraba a unos veinte kilómetros de la ciudad, donde los monjes cistercienses habitaban desde hacía siglos.

—Está a unos veinte kilómetros en aquella dirección —les dijo el joven.

—No habla nuestro idioma —dijo ella —solo entiende algunas palabras en inglés.

Sus conocimientos de este idioma eran suficientes como para poder entenderse con el viajero; y Nicola le repitió lentamente en ingles lo que acababa de decir en italiano.

El chino hizo una inclinación de cabeza agradeciendo la información que le habían dado y se dispuso a continuar su camino.

—Pero… está muy lejos —gritó Nicola —es mejor que coja el autobús o, si quiere, le acerco con mi coche.

—Gracias —dijo el chino —pero, después de los meses que llevo caminando y de los miles de kilómetros que llevo recorridos, la distancia que me separa del monasterio es como una gota de agua en el océano.

—¿A dónde se dirige? —preguntó Nicola.

—Voy hasta Santiago, es un sueño que tengo desde hace años y ahora puedo verlo cumplido.

—Pero, ¿Usted no es cristiano?, ¿cómo puede estar peregrinando a Santiago?

—En mi país su religión esta prohibida y no nos permiten practicarla, pero cuando era más joven, una vez hice amistad con un sacerdote de una delegación extranjera que había en mi país, cuando tuvimos la suficiente confianza, él me habló de este Camino, y desde que lo hizo, se convirtió en una obsesión para mí.

—¿Y le han dejado salir de su país como peregrino?

—Cuando se viaja como lo hago yo —dijo el chino —solo soy un transeúnte que pasa desapercibido y por el campo a través, las fronteras no existen, solo están en nuestra imaginación.

—Bueno, pues si necesita algo —balbuceo Nicola —dígamelo y, en lo que pueda ayudarle, lo haré encantado.

—Gracias de nuevo —dijo el peregrino —tengo todo lo que necesito, porque necesito muy poco, el camino me proporciona todo, ahora me hace falta un techo bajo el que dormir y en el monasterio sé que me darán cobijo.

Nicola se despidió de aquel extraño peregrino, en el momento que este doblo la esquina, algo hizo que su mirada se dirigiera hacia la esquina de la calle donde estaba la placa que daba nombre a la misma, se quedo pasmado, en el cartel ponía “Beato peregrino”.

Fue entonces cuando se dio cuenta que las casualidades no existen y, como el peregrino que había dejado unos minutos antes, también él comenzó a sentir ese deseo de hacer ese Camino, porque estaba seguro que tenía que hacerlo y ver lo que este le deparaba para su vida.

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