almeida – 08 de julio de 2014.
La mayoría de las personas que van al Camino lo hacen para desconectar del estrés de la vida diaria, para oxigenarse, ya que para ellos representa una válvula de escape necesaria para afrontar los meses que tienen por delante, que con la rutina de cada día puede llegar a hacerse insoportable.
También ocurre lo mismo a las personas que a diario se encuentran en el Camino. El Maestro va asimilando muchos de los problemas que algunos peregrinos le cuentan, trata que cuando ellos se marchan al día siguiente, los problemas también se vayan con ellos, pero siempre hay alguno que se queda y para el Maestro se convierte en un problema propio del que no puede liberarse hasta que sabe que se ha solucionado.
Por eso, de vez en cuando el Maestro también necesita sus días de descanso y al contrario que los peregrinos, él se va a la ciudad en la que vivía para aliviar ese estrés que le produce el desgaste que supone estar cada día en Santuario recibiendo a nuevas personas que van a formar parte de su vida tan solo unas horas, aunque algunos se quedaran con él para siempre.
Como el pueblo en el que está enclavado Santuario cuenta con apenas una docena de habitantes y se ven casi todos a diario, el Maestro disfruta paseando por la calle mayor de su ciudad viendo pasar a miles de personas anónimas y donde él también pasa casi siempre desapercibido.
Una mañana que se encontraba paseando, se le acercaron dos jóvenes y le abordaron, eran dos mormones que estaban predicando su evangelio a las personas que se encontraban por la calle, debieron ver el aura del Maestro para comprender enseguida que aquella persona no rechazaría de entrada sus predicamentos, como solían hacer la mayor parte de las personas a las que trataban de enseñarle sus creencias.
—¿Cree usted en Dios? —le dijo uno de los jóvenes mormones.
—Por supuesto que creo en Dios —respondió el Maestro – Él es lo más importante que hay en mi vida.
—¿Y cree también en el pecado? —preguntó el otro joven.
—Creo que si no hubiera pecado no habría evolución, el mundo y las personas que habitamos en él, nos movemos y avanzamos por el pecado —dijo el Maestro.
—¿Cree que Cristo estuvo predicando el evangelio en América? —volvió a preguntar el primer joven.
—Pues eso no lo sé —le contestó el Maestro —nunca había pensado en ello, pero si Dios está y ha estado siempre en todas partes, no veo por qué no haya podido estar en alguna ocasión en América.
Fueron haciendo más y más preguntas, se iban alternando en ellas cada uno de los jóvenes y el Maestro, con la humildad que le caracteriza, iba respondiendo a cada una de ellas; cada vez que lo hacía iba dejando en las respuestas parte del mensaje que también quería transmitir.
—Por lo que nos está diciendo, creemos los tres en las mismas cosas, coincidimos en todo —dijo el segundo de los jóvenes.
—Eso parece, en el fondo supongo que las personas no somos tan diferentes como algunos tratan de hacernos creer —comentó el Maestro.
—Pero si coincidimos en todo y cree en las mismas cosas en las que nosotros creemos, ¿por qué profesamos religiones distintas? —dijo el primer joven.
—Fijaros si mis creencias serán sólidas, firmes y creo tanto en ellas, que nunca he buscado otra religión, ya que la que profeso es la que me hace tener las firmes convicciones que tengo en estos momentos —afirmó el Maestro.
Los jóvenes, que estaban adiestrados para convencer a las mentes más firmes, siguieron insistiendo en lo que la religión que ellos profesaban les iba a aportar a aquellas personas que estaban integradas en ella, porque ellos pregonaban la verdad tal y como se había ido transmitiendo de forma inalterable a lo largo de los siglos.
Como el Maestro preveía que la conversación iba para largo, en lugar de estar en medio de la calle, invitó a los dos jóvenes a entrar en una cafetería y sentarse alrededor de una mesa, tomando un café mientras seguían tratando de convencerse de cuál era la religión que más podía aportar a quienes se integraban en ella.
Estuvieron conversando durante más de tres horas y el Maestro fue respondiendo a cada uno de los argumentos que los jóvenes iban aportando para tratar de reducir aquella resistencia que el Maestro ponía para admitir que la religión que pregonaban los jóvenes era la autentica, pero por más esfuerzos que estos hicieron, no acabaron por convencer las fuertes convicciones que tenía la persona que estaba frente a ellos.
De vez en cuando el Maestro también les iba adoctrinando con aquello que más conocía, les hablaba del Camino, de las maravillas que en él se iban a encontrar y como el Camino servía a algunas personas que a veces tenían dudas para aclararlas por completo.
Poco a poco la conversación fue cambiando y ahora en lugar de ser los jóvenes los que estaban a la ofensiva con sus constantes mensajes, era el Maestro el que iba captando el interés de los mormones. Poseía un don especial pues sabía como llegar directamente al corazón de las personas y en esta ocasión también consiguió llegar a lo más profundo de aquellas personas que estaban firmemente convencidas de lo que iban predicando.
Al cabo de tres largas horas de conversación, se despidieron en la puerta de la cafetería y los dos jóvenes le dijeron que un día harían el Camino y pasarían a visitarle por Santuario.
Estoy convencido que el día que lo hagan, los jóvenes se convencerán que las creencias del Maestro no tienen nada que ver con la que otros predican de la religión católica y, quién sabe, quizá después de su paso por Santuario haya dos personas más que se hayan convertido a las enseñanzas que el Maestro predica siempre.