almeida – 14 de noviembre de 2014.

Había sido un día muy caluroso, como dicen los paisanos del lugar en el que me encontraba, con un sol de justicia, uno de esos días en Castilla en los que no se ve ninguna nube que frene los implacables rayos de sol y no corre ni una brizna de viento. Cuando anochece se agradece estar al fresco, pero ese día tampoco era propicio para ese rato que los vecinos sacan sus sillas a la calle y en pequeños grupos conversan generalmente sobre cosas intranscendentes.

Había dejado todas las ventanas del albergue abiertas para ver si el calor sofocante que había en el interior se atrevía a escaparse. Además el cemento del suelo había estado absorbiendo durante muchas horas la energía del sol y ahora le costaba desprenderse de ella.

Como todas las noches, sobre todo aquellas que me encontraba solo, preparé una tónica con algo de ginebra y mucho hielo que iba refrescándome mientras fumaba un puro sentado a la puerta del albergue y esperaba la hora de ir a la cama dando por finalizada una nueva jornada como hospitalero sin ningún peregrino a quien poder dar mi hospitalidad.

Cuando el reloj se acercaba a las once. Fui apurando el líquido que aún quedaba en el vaso y vi que se acercan a la puerta del albergue David y Ana, dos peregrinos en un estado físico lamentable.

—¿Habéis cenado? —les pregunté.

—No tenemos dinero, me respondió David.

—No os he preguntado eso, —les dije—, pasad y daros una ducha mientras preparo algo para cenar.

Siempre guardaba en la nevera alguna cosa ya prepa­rada por si llegaba cuando menos lo esperaba algún pe­regrino. Creo que ésta era la ocasión que justificaba esa previsión.

Les serví un gran cuenco de purrusalda y unos toma­tes con un poco, por encima, de todos los botes que tenía abiertos en la nevera: atún, antxoas y aceitunas. Piqué finamente unas lonchas de pimiento y cebolleta. La pre­sentación desde luego quedó preciosa y creo que el con­tenido también resultaba muy nutritivo.

Los ojos de Ana, al ver aquel plato caliente lleno de energía, se iluminaron a pesar de la tristeza permanente que se había alojado en ellos.

Eran una pareja de mediana edad. David pasaría de los cuarenta años y Ana tendría media docena de años menos, o quizá alguno menos. Mientras con avidez en­gullían todo lo que les había servido, para no coaccio­narles, me retiré discretamente a preparar unos cafés para que tomaran después de haberse alimentado. Ob­servé como, una vez que terminó el primer cuenco, Ana se sirvió dos cazos más y creo que no solamente era por lo rica que estaba.

Ana discretamente recogió todo lo que habían utili­zado para cenar y lo llevó a la cocina para fregarlo. Mientras, me quedé hablando con David. Se le veía agradecido ya que según me confesaba hoy Ana era feliz. En los dos últimos días, cuando se acercaban a un bar para rellenar la botella de agua, se le iban los ojos detrás de un plato caliente de sopa. David le insistía para que lo tomara pero ella era consciente de que no podían permitírselo.

Venían desde Alicante. Hacía varios meses que los dos habían entrado a formar parte de esa lacra social que es el paro. Ya no podían pagar el alquiler y se vieron en la calle. Un programa en la televisión en el que salían peregrinos haciendo el camino les animó a visitar al santo para pedirle que cambiara su suerte.

Las condiciones que traían eran lamentables ya que el equipamiento no era el más apropiado, sobre todo Ana llevaba los pies muy llagados con ampollas. La acompañé hasta el botiquín para que cogiera lo necesario para hacerse las curas.

A pesar de que se encontraban muy cansados, estaban a gusto. Les invité a una copa que ambos rechazaron, pero al final David aceptó una. La saboreaba como el que trata de captar esos aromas que se han ido perdiendo con el paso del tiempo, mientras me preguntaban numerosas cosas sobre un camino que para ellos seguía siendo desconocido y no sabían qué se encontrarían más adelante.

En un folleto que había en el albergue, les fui marcando los albergues que iban a encontrar de donativo y les subrayaba aquellos que yo recordaba en los que le darían una cena comunitaria y el desayuno: Bercianos, Foncebadón…

Les dije que durmieran tranquilos ya que por la mañana les despertaría cuando estuviera preparado el desayuno. Ambos se negaron diciendo que no querían dar molestias, pero les atajé diciéndoles que yo estaba allí para eso y había cosas que eran innegociables.

A las siete me levanté para preparar un abundante desayuno (café, zumo, tostadas con mantequilla y mermelada y bollería), supongo que ante las dudas de cuándo podrían volver a comer en condiciones fueron engullendo la mayor parte de las cosas que había sobre la mesa.

Como hiciera la noche anterior, Ana trató de recoger todo lo que se había utilizado para fregarlo pero no se lo permití. Tenía un largo día por delante en el que lo único que me so­braría era tiempo, por lo que una vez que hubieran reiniciado su camino yo me encargaría de ello. Ana se fue discretamente a la sala donde recibíamos a los peregrinos mientras David y yo tomamos un nuevo café y fumamos un cigarrillo.

Cuando fueron a recoger las mochilas les abrí la nevera para que cogieran lo que necesitaran para el camino. Rehusa­ron según ellos seguir abusando y tuve que tomar la iniciativa de meterles en la mochila un brick de zumo, algún refresco y varias piezas de fruta. Rellenamos también sus botellas con agua fresca y les acompañé a la salida del albergue.

David introdujo la mano en uno de sus bolsillos y extrajo varias monedas para depositarlas en la hucha que hay para los donativos que dejan los peregrinos. Se excusó diciendo que no podía dejar más, aunque deseaba hacerlo.

Agarrando su mano, hice que la introdujera de nuevo en el bolsillo. Todavía les quedaban muchos días para llegar a San­tiago y necesitarían ese donativo que querían dejar. Les pro­puse que cuando cambiara su suerte y les fueran mejor las cosas volvieran un día por aquí, entonces sería su momento para contribuir al mantenimiento del albergue.

El abrazo con el que nos despedimos fue especial. No pu­de balbucear nada porque un nudo se instaló en mi garganta cuando vi como por la mejilla de Ana unas lágrimas se apresu­raban por abandonar su rostro.

Les vi alejarse por la calle que conduce al centro del pue­blo. Cada pocos pasos se paraban diciéndome adiós con la mano. Yo en la puerta del albergue sentí como la labor que estaba realizando tenía un sentido. Me encontraba orgulloso de lo que hacía.

Cuando entré en el albergue, vi que Ana había puesto al­go en el libro donde los peregrinos dejan sus mensajes y las impresiones que van experimentando. En cuatro líneas había dejado sus sentimientos:

«Esto no es un albergue, son las puertas del cielo y dentro hay un ángel que es una bendición. Después de un día duro, nos vamos con las pilas y la moral recargadas. Gracias».

Me quedé tratando de recordar cuándo fue la última vez que había llorado.

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