almeida – 13 de noviembre de 2014.

Aquel día lo tomé como un día de fiesta. Recibía la visita de un buen amigo que hizo conmigo el curso de hospitalero. Para mí era un veterano que estaba jubilado y disponía de mucho tiempo libre. Prestaba sus servicios en varios albergues cada año y como hospitalero estaba mucho más rodado que yo.

Tratando de ser un buen anfitrión, fui por la mañana al mercado con la intención de obsequiarle con una buena co­mida. Compré más de un kilo de txipirones y cuatro kilos de cebollas y cociné lentamente una estupenda cazuela de txipi­rones en su tinta.

En la terraza del albergue prolongamos una tertulia de va­rias horas mientras me contaba sus experiencias en los dife­rentes lugares en los que había estado colaborando.

Nos acercamos hasta el pueblo para que lo conociera y vi­sitamos algunos bares consumiendo unas cervezas que nos ayudaban a apaciguar el fuerte calor que hacía. Mientras, seguíamos hablando de las aventuras y desventuras de esta pasión en la que estábamos inmersos.

Antes de consumir la tercera cerveza, recibo una llamada. Había alguien esperando en la puerta del albergue. Era im­perdonable. Yo deseando que llegaran peregrinos y cuando lo hacía uno, no estaba allí para recibirlo.

Nos acercamos apresuradamente para no hacerlo espe­rar. La ventaja de ser peregrino y hospitalero es conocer la necesidad de una buena ducha después de una jornada calurosa, pero según llegábamos al albergue, solo vimos a una joven que no tenía aspecto de peregrina.

Marta era una muchacha muy atractiva, debía tener unos treinta y cinco años y si por la mirada podemos reco­nocer el alma, nos encontrábamos ante un alma muy triste y atormentada.

Nos pidió si podíamos facilitarle una credencial de pe­regrino ya que en los próximos días quería irse a hacer el camino. Mientras tomaba los datos para cumplimentar la credencial, mi compañero se interesó por la parte del ca­mino que quería realizar. Ella, dubitativa, aseguró no sa­berlo, disponía solo de cinco días y quería que le aconsejá­ramos lo que podía hacer. Algunos conocidos le habían recomendado comenzar en Sarria para hacer los cien últi­mos kilómetros.

Tratamos de conocer si su objetivo era conseguir la Compostela o conocer el camino y lo que éste encierra. En ese momento, rompió a llorar. Nos confesó que estaba he­cha un mar de dudas donde no veía salida a la situación desesperada en la que se encontraba, por eso decidió ir al camino que podía darle la respuesta a sus problemas.

Viendo que no se trataba solo de entregar una creden­cial, sino que había un problema profundo que necesitaba un trato especial, propuse preparar algo de merendar y mientras comíamos podríamos hablar y tratar de aconse­jarle lo que consideráramos que era lo más conveniente para su camino.

Marta nos comentó que el mundo se le venía encima. Estaba muy angustiada por problemas personales, familia­res y laborales. Necesitaba unos días para estar sola y pen­sar, tratar de reconducir su vida. Le habían aconsejado que fuera al camino, éste la ayudaría a encontrar las respuestas que buscaba.

Consideramos que si lo que deseaba era tiempo para re­flexionar, la opción que había elegido era la menos acerta­da, ya que los últimos cien kilómetros son donde se concen­tra la mayor parte de peregrinos que en lugar de hacer una peregrinación parece que van en una procesión.

Para cuatro o cinco días, le recomendamos que comen­zara en Logroño o Nájera y llegara hasta Burgos. Debía ha­cer final de etapa al menos en Grañón y Tosantos, esos dos lugares la ayudarían mucho a buscar en su interior.

Estuvimos más de dos horas hablando, aunque sus ojos seguían siendo muy tristes, la sonrisa comenzaba a perci­birse en su rostro. Parecía más feliz o por lo menos se había encontrado con dos personas que habían sabido escucharla y parece que también habían logrado comprenderla, quizás para ella era lo más importante.

Invité a Marta a que me visitara cuando tuviera alguna duda o necesidad de hablar con alguien y de paso podía ayudarla a planificar su camino. En los días que aún estuve en el albergue, recibí dos o tres visitas suyas. En alguna de ellas se derrumbaba y rompía a llorar, aunque me sentía incapaz de reconfortarla, agradecía todo lo que le decía del camino. Según ella esto la ayudaba a superar la angustia y se encontraba más animada que cuando llegaba al albergue.

Cuando inició su camino y mantuvimos contacto telefó­nico. Percibía a través de su voz como cada día se encontra­ba más animada. Incluso antes de llegar a Burgos me dijo que pensaba continuar hasta Castrojeriz o Frómista, lásti­ma que una inoportuna ampolla le hiciera desistir de esos planes.

Según me comentaba Marta, el camino la había ayuda­do a reflexionar sobre cómo tenía que encauzar el camino de su vida. Había sido para ella un bálsamo. Ahora la notaba más feliz y me imaginaba esos ojos que brillarían como en mucho tiempo no lo habían hecho.

Ahora sé que se ha reunido con algunos peregrinos con los que compartió su camino. Desea volver a tener disponi­bilidad para regresar, continuar recibiendo ese bálsamo que tan bien le está curando sus dolencias.

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