almeida – 22 de Julio de 2015.
Para Fermín estaba resultando una de esas jornadas aciagas en la que lo único que quieres es que el tiempo se pase en un suspiro y cuanto antes se vaya, mejor esperas sentirte, pero era de los que saben que lo último que se pierde es la esperanza y esperaba que el camino le proporcionara un poco de lo que tanto necesitaba.
Un mes antes, había perdido su trabajo, ejercía una labor muy especializada en la que la demanda es muy superior a la oferta y estaba convencido que iba a pasar unos días muy malos hasta que su futuro se fuera esclareciendo.
Pero sabía que en el Camino, en ocasiones, se producen esas situaciones inesperadas que acaban por despejar las nubes que se van formando y no permiten que podamos ver la luz del sol.
Decidió no ir solo al Camino, le había hablado tanto a su hijo Pedro de este sendero de sueños que al niño le había ido introduciendo ese gusanillo que todos sienten por la novedad y ahora que contaba con nueve años, los dos creyeron que había llegado el momento de recorrerlo juntos.
Las novedades que Pedro estaba viendo en el Camino y sobre todo esas sensaciones que iba sintiendo a cada paso que daba, llegaron a agradarle, pero no le causaron el entusiasmo que su padre esperaba que percibiera porque el cansancio hacía que cada jornada llegara al albergue sin ánimos para disfrutar con lo que el Camino le había aportado.
Pero ese día, resultó uno de esos días aciagos en los que parece que todo lo negativo se alía para que resulte una jornada desastrosa.
No tenían previsto llegar hasta el lugar en el que me encontraba porque habían comenzado a caminar una docena de kilómetros antes y esperaban dar por finalizada la jornada en la siguiente población que estaba a unos quince kilómetros y se adecuaba más a la etapa que tenían programada.
Pero cuando llevaban poco más de una hora caminando, Pedro comenzó a sentir molestias en uno de los pies y en lugar de decírselo a su padre fue aguantando hasta que se le formó una enorme ampolla que le impedía caminar con normalidad.
Como Fermín iba más preocupado del estado de su hijo, fue olvidándose de ver en cada cruce de caminos las señales y en uno de ellos, tomaron el camino equivocado. Fueron casi dos horas caminando por una recta interminable y cuando se percataron por el movimiento del sol que iban en dirección contraria a la que seguían cada día, decidieron dar la vuelta y en este despiste perdieron tres horas.
Resultaba imposible llegar al lugar en el que habían previsto finalizar la etapa y además, Pedro caminaba con mucha dificultad y el ánimo se fue alejando de los dos y en varias ocasiones, tratando de animarle, Fermín le decía a su hijo que cuando llegaran a la siguiente población cogerían el primer autobús para regresar a su casa.
Dio la sensación que abandonar aquel suplicio insufló nuevos ánimos al joven que haciendo un esfuerzo terminó aquella insoportable jornada.
Ya en el albergue, cuando Fermín me comentó el desánimo que llevaba Pedro, traté de hacerle ver cómo debía tomarse el Camino, porque al final del mismo hay que dejar que queden solo buenos recuerdos y la peregrinación no debe tomarse como una penitencia.
El joven escuchaba todo cuanto le decía y se fue interesando por esas historias que a veces nos gusta contar a los hospitaleros y me fui dando cuenta que cada una de ellas la escuchaba con los ojos bien abiertos como si también él quisiera vivirlas como los personajes de cada uno de los cuentos que yo le estaba contando.
Mientras me encontraba con el joven, Fermín recibió una llamada en su teléfono y cuando dejó de hablar, percibimos que su rostro estaba iluminado, había un brillo que no tenía cuando llegó y abrazando a Pedro le dijo:
-Me acaban de decir que ya tengo trabajo, que cuando terminemos el Camino puedo comenzar.
Creo que esta buena noticia y las historias que le estaba contando a Pedro hicieron que también el joven se animara y decidieron que ese día no cogerían el autobús, su suerte había cambiado y seguirían un poco más, el abandono siempre era posible, pero ahora podían comenzar a disfrutar de aquel Camino.
Dos semanas más tarde, recibí una llamada, era Fermín que me decía que se encontraba delante de la Catedral de Santiago. Habían continuado su camino hasta finalizarlo y según iban pasando los días, el ánimo del joven fue aumentando y cada una de las jornadas estaba disfrutando del Camino como él esperaba que pudiera hacerlo.
Aquellas buenas noticias me alegraron de una manera especial y me hicieron ver con claridad que la esperanza es lo último que debemos perder porque hasta las más espesas tormentas siempre se acaban diluyendo para permitir que pueda penetrar la luz.