almeida – 28 de marzo de 2015.
Me he llegado a convencer, que las cosas imposibles suelen estar únicamente en nuestra imaginación,
ya que en muchas ocasiones el tiempo nos hace ver que aquello que estábamos convencidos que nunca iba a ocurrir, al final por otra razón, siempre acaba ocurriendo si el destino quiere que sea así.
Creo que no seré el único al que le haya ocurrido algo similar y sobre todo a aquellos peregrinos que recorren el camino tendrán muchos casos similares a los que en ocasiones no les damos esa importancia que realmente pueden llegar a tener y cuando lo hacemos, cuando reparamos en estas situaciones que unos llaman coincidencias, otros casualidades, pero la mayoría, en el momento que ocurren, pensamos en ese destino que siempre suele estar presente en nuestras vidas.
Me encontraba haciendo mi primer camino, era un completo novato, pero observaba todo lo que estaba ocurriendo a mí alrededor y trataba de extraer de cada situación, aquello que estaba convencido que me iba a enriquecer, no pensaba en las cosas materiales, sino en esas otras que al fin y al cabo son las más importantes.
Mi compañero y yo llevábamos menos de una semana caminando y nos íbamos adaptando a lo que otros hacían y fuimos conformando un grupo que generalmente llevábamos el mismo ritmo y terminábamos en los mismos sitios hasta que ya se había conformado el grupo y decidíamos coincidir en los mismos lugares ya que nos encontrábamos a gusto caminando juntos.
El primero en incorporarse a este grupo que luego se fue ampliando era Oskar, procedíamos del mismo lugar y para los dos era el primer camino por lo que nos apoyábamos en esos momentos difíciles.
El grupo se fue ampliando y como el camino, se convirtió en esa babel moderna en la que lo que menos llega a separar a las personas es el idioma porque si queremos entendernos hay muchas formas de hacerlo.
Era un grupo heterogéneo, no solo en cuanto al género de sus integrantes sino también a la procedencia de los mismos. Además de nosotros y Oskar, había dos madrileños, un inglés y dos hawaianos. Esporádicamente se unían un japonés y un alemán, pero ellos iban a un ritmo diferente aunque al final coincidíamos muchos días.
El peregrino japonés, era una persona diferente a la mayoría de los peregrinos que recorrían el camino. Se trataba de un señor de avanzada edad, es difícil decir, ni tan siquiera imaginar los años que podía tener ya que siempre he sido incapaz de calcular los años que un oriental puede tener, pero se le veía el mayor de todos nosotros con bastante diferencia. A pesar de encontrarnos en primavera, el fuerte sol que hacía en el camino afectaba de forma muy directa a su piel, por lo que la protegía completamente, además de llevar pantalones largos y camina de mangas largas, una gorra con un pañuelo cubría su cabeza y el cuello y las manos las protegía con unos finos guantes.
Era un aspecto muy diferente al que tenían la mayoría de los peregrinos que llevábamos prendas cortas para que el sol fuera tostando nuestra piel.
El hombre, solo sabía hablar en su idioma, podía llegar a conocer media docena de palabras en inglés, pero que para nada coincidían con la media docena que alguno de nosotros sabia, además la misma palabra podíamos darle una entonación tan distinta que pareciera que estábamos refiriéndonos a dos cosas completamente diferentes.
Por eso, este era el peregrino con el que menos relación teníamos, pero con gestos, siempre conseguíamos entendernos y generalmente al finalizar las etapas compartíamos la mayoría de las cosas con él.
A veces, sentía pena de este hombre, tan lejos de su país y sin poder entendernos, llegué a pensar que su camino no se estaba enriqueciendo como el nuestro por la dificultad que tenía para compartir ciertas cosas, pero le veía feliz y sobre todo contento en nuestra compañía y eso es lo que suele hacer que se vayan formando estos grupos tan extraños que surgen en el camino de forma espontánea.
Cuando llevábamos recorrido la mitad del largo camino que todos habíamos previsto realizar, en tierras burgalesas cerca del Pisuerga, un día vi en un pequeño pueblo a un peregrino japonés de mediana edad. Lo primero que pensé era en nuestro peregrino japonés, por fin podría tener compañía y disfrutaría como nosotros del camino. Como sabía que venía por detrás, le espere y cuando le vi aparecer por la calle, cogí su mano y lo conduje a donde se encontraba descansando el otro peregrino.
Se saludaron de una forma muy poco efusiva, como generalmente suelen hacer ellos y comenzaron a hablar en su idioma. Creo que para los dos resulto muy agradable ya que algunas veces que he estado unos días en países con diferente idioma al mío, sé lo que significa entender de nuevo lo que te están diciendo.
Por fin había conseguido que el peregrino japonés encontrara a esa persona con la que podría hacer el camino y las dos semanas que le quedaban hasta llegar a Compostela podía compartir con alguien alegrías y sinsabores.
Que equivocado estaba, esa tarde, cuando nos dispusimos a dar una vuelta por el pueblo, en la puerta del albergue, como en otras ocasiones, estaba esperándonos nuestro peregrino japonés para disfrutar de nuestra compañía.
Traté de preguntarle por su paisano y creí entenderle que su camino le había puesto con nosotros y quería llegar también con nosotros a esa meta que esperábamos todos llegar antes de dos semanas.
Como el Guadiana, aparecía y desaparecía, pero en los momentos importantes, siempre se encontraba a nuestro lado y aunque la llegada a Compostela resultó un tanto anárquica ya que cada uno iba a ver como se cumplía cada uno de los sueños que había estado elaborando en su mente y nos fuimos separando. Por la tarde sentado en una terraza vi como llegaba por la calle con un rostro alegre y mostrando su entusiasmo por poder despedirnos, nuestro peregrino japonés.
Como se suele hacer en estos casos, intercambiamos nuestras tarjetas y nos deseamos un buen regreso a nuestras casas y de forma inconsciente añadí:
-Hasta que el camino permita que nos volvamos a encontrar.
Enseguida me di cuenta de lo que había dicho y pese que eso era algo imposible ya que en todo momento pensé que a aquella persona estaba completamente convencido que no la volvería a ver en la vida y así se lo comenté a quienes se encontraban conmigo.
Antes que hubiera transcurrido un mes, recibí un correo electrónico de una persona que me resultaba desconocida. No era lo mismo como le llamábamos coloquialmente en el camino al nombre que aparecía en aquella tarjeta que me entregó, que por otra parte era ilegible para mí, pero al abrir el correo y ver las fotos me di cuenta enseguida que era del peregrino japonés que me enviaba unas fotos y en un perfecto castellano, imagino que habría buscado a alguien que le tradujera lo que ponía, agradecía la compañía que había tenido en su camino de la cual guardaba un grato recuerdo y me ofrecía su casa si en alguna ocasión iba a su país.
Seguía pensando lo mismo que cuando le despedí, no volvería a verlo más ya que no esperaba ir nunca a Japón y si en alguna ocasión lo hacía, no me veía llamando a una persona con la que difícilmente me iba a entender, pero agradecí su gesto y le conteste adjuntándole algunas fotos en las que él aparecía.
Con los peregrinos más cercanos si seguí manteniendo relación y sobre todo con Oskar que de vez en cuando nos veíamos para comer o para tomar unas copas y recordar ese primer camino de los dos que de alguna forma cambió un poco nuestras vidas.
Transcurrieron los años y cinco años después de ese primer camino, un día recibo una llamada de Oskar, me comentaba que nuestro peregrino se encontraba en la ciudad en compañía de tres amigos más con los que estaba haciendo un nuevo camino y se había desviado a nuestra ciudad para conocerla y de paso saludar a las personas de quienes guardaba un buen recuerdo.
No me lo podía creer, lo que estaba convencido que nunca iba a ocurrir, estaba pasando. Fui de inmediato al lugar en el que habíamos quedado y allí estaba nuestro amigo, era la misma cara que cinco años antes, daba la impresión que por él no había pasado el tiempo ya que lo veía lo mismo que cuando le deje y pensé que no le vería más.
Nos dimos un abrazo, ese que se suelen dar los peregrinos cuando se encuentran de nuevo, como aquel que le di en la plaza de Compostela cuando le despedí y en ese momento vinieron nítidamente aquellas palabras que dije y las que pensé cinco años atrás.
Entonces pensé en esos caprichos del destino que hace que las situaciones que pueden resultar más inverosímiles si él se lo propone, acaban ocurriendo.