almeida – 6 de mayo de 2014.
Siempre he pensado que el refranero es muy sabio y acertado. Las tradiciones que perviven en nuestra memoria con el paso de los años, lo hacen por alguna razón y no cabe duda que los refranes populares, que con el tiempo se han ido aplicando a numerosas situaciones de la vida diaria, han perdurado por alguna razón; y la sabiduría popular hace que se repitan una y otra vez para que no caigan en el olvido.
A Santuario solían llegar solo aquellos peregrinos que se tomaban su camino con mucha calma, no eran de esos madrugadores que siempre quieren ser los primeros en llegar para coger cama, allí no tenía sentido porque no había camas que coger y ningún peregrino llegó a quedarse sin sitio pues en Santuario se acogía a todos.
Pero de vez en cuando surgía alguna excepción, más que nada para confirmar la regla que diferencia a quienes se apartan de la norma.
Solo era necesario escuchar un poco a quiénes llegaban, para saber como eran, porque tomando como norma el refrán, el hospitalero es ese diablo que ve llegar todos los días a numerosos peregrinos y a veces solo con verles, con prestar atención a esa primera impresión, ya sabe como van a comportarse durante su estancia en Santuario.
Un día llegaron tres peregrinos, parecían tres personas más como las que habían llegado antes que ellos o como los que vendrían después, pero como suele decir otro refrán, por la boca muere el pez y nada mas comenzar a hablar fueron ellos los que se clasificaron.
—Creo —dijo uno de ellos —que deberíais repintar las flechas del Camino, al comenzar esta mañana hemos pasado el puente y donde salen dos caminos, como no se ven las flechas amarillas, nos hemos perdido.
Sabía perfectamente el lugar al que se referían. Siempre que voy de hospitalero a algún sitio, me gusta hacer la misma etapa que recorren los peregrinos a los que voy a recibir y la etapa siguiente, ya que si hay algún punto o cruce dudoso, me gusta advertírselo.
—¿Y a qué hora habéis pasado por allí? —les pregunté.
—Pues más o menos a las seis —dijo uno de ellos.
—Pero a esas horas es de noche —respondí.
—No importa, llevábamos las linternas y ni de esa forma conseguimos verla.
—Eso es porque las flechas son amarillas y con una luz artificial no pueden verse bien.
—Pero no hemos sido los únicos, la mayoría les ha pasado lo mismo.
—¿A la mayoría?
—Sí, cuando nos dimos cuenta que nos habíamos desviado, estábamos al menos quince o veinte peregrinos en la misma situación.
—¿Los que iban por delante de vosotros?
—Sí; y alguno que venía por detrás.
—Claro —les dije —a esas horas no miras a las señales porque no se ven, os va confundiendo el primero que se ha equivocado ya que tampoco la vio y fue el primero que tomó el camino que no era y como corderitos todos le fuisteis siguiendo.
—Pues todos no podemos estar ciegos —insistió un tercero.
—A esas horas sí, todos los peregrinos que hay aquí, estoy seguro que pasaron por allí cuando ya había amanecido y nadie me ha dicho que se haya perdido.
—Igual es que no te lo quieren decir —siguió insistiendo el primero.
—Puede ser —les dije —pero podéis preguntárselo vosotros y si encontráis a alguien que le haya pasado lo mismo, me lo presentáis.
—Bueno —dijo el primero sin dar el brazo a torcer —no estaría de más que lo repintarais para que no vuelva a ocurrir.
—No hace falta —le dije —lo que hay que hacer es ver el camino y antes de que salga el sol, el camino solo se distingue, pero no se ve. No obstante, en el punto que decís, cinco metros después del puente, justo donde salen los dos caminos, a la derecha en ese cruce hay una piedra de unos treinta centímetros de alto que tiene una gran flecha amarilla y en el árbol que hay a seis metros, al lado del Camino, bueno, hay en el tronco una flecha amarilla de medio metro de alto y las dos se ven perfectamente después de amanecer y si no lo creéis, podéis volver y comprobarlo.
Ya no dijeron nada más ni insistieron, se dieron cuenta de su error o quizás a alguno le vino a su mente ese famoso refrán que da titulo a esta historia.