almeida –  14 de noviembre de 2017.

luz de esperanza

En ocasiones, llegué a pensar que el viejo hospitalero era tan antiguo como el Camino. Cuando recordaba sus primeras peregrinaciones,

me solía decir las numerosas veces que se perdió porque no existían las flechas amarillas que marcaban esta ruta. Él fue uno de los pioneros que comenzó a señalar los caminos, incluso su criterio fue muy considerado en algunas de las nuevas rutas.

Cuando hablaba de estas vivencias, lo hacía con una pausa especial, esa que según me aseguraba estaba presente cada vez que se encontraba caminando, donde apuraba hasta el último instante la luz del sol y disfrutaba de una manera muy especial de cada paso que iba dando mientras en el horizonte contemplaba como el sol trataba de ocultarse. Según él, ese era el momento especial de cada jornada porque no había visto nada que pudiera comparársele.

Según se iba haciendo mayor, las fuerzas comenzaron a fallarle, ya no se le veía por el Camino con la frecuencia que deseaba, aunque nunca dejó de tener su influencia en esta ruta. Frecuentemente se le pedía consejo sobre los nuevos proyectos que se estaban realizando para tratar de impulsar nuevamente esta ruta milenaria y sus comentarios eran muy tenidos en cuenta porque la experiencia que contaba y sobre todo su buen criterio, eran reconocidos por todos.

Cuando le llegó el momento de la jubilación, quienes más le conocían, sabían que sería una pérdida importante si se desvinculaba completamente del camino, por eso le convencieron para que se hiciera cargo de la gestión de uno de los nuevos albergues que se habían habilitado para acoger a los peregrinos.

El albergue estaba situado en una casa muy humilde, tanto, que cuando se lo ofrecieron solo conservaba las cuatro paredes y su interior era una ruina, pero sabían que si alguien podía conseguir que algún día aquel lugar fuera un sitio acogedor, ese tenía que ser el viejo peregrino.

Puso tanto entusiasmo en aquel nuevo proyecto, que tuvo la sensación de haber rejuvenecido casi una docena de años, se encontraba de nuevo como un zagal y cuando esperaba que la nostalgia se fuera apoderando de él y únicamente viviera de sus recuerdos, ahora contaba con una motivación especial que le hacía ser de nuevo tan activo como lo era antes.

Tenía en sus manos algo que había que modelar, partía de la nada y el reto le gustaba. Iría poniendo todo su conocimiento en lo que esperaba que fuera el lugar más acogedor del Camino. Pero apenas contaba con medios materiales y humanos, era un contratiempo importante que en ningún momento le preocupó, sabía que siempre el Camino, los peregrinos y Santi, suelen proveer, sobre todo en esos momentos de más necesidad, cuando el agua comienza a llegar hasta el cuello.

Fue aplicando todos sus conocimientos, deseaba que aquel lugar fuera el que tantas veces se había imaginado en sus sueños, ese sitio en el que cuando se entra en él se puede sentir todo lo que hay en su interior. Los peregrinos no vuelven a ser nunca los mismos, cuando salen de allí porque van cargados de esos valores que unas horas antes no tenían.

Cuando su obra estuvo terminada, fue alabada por todos, aunque él solía afirmar que nunca se terminaría del todo, siempre había que hacer cosas nuevas, era necesario para que aquel santuario se mantuviera vivo como deseaba.

A pesar de ser un sitio excesivamente humilde, contaba con una calidez desconocida en el resto del Camino y los buenos peregrinos que se acercaban hasta allí, sabían apreciar esa esencia que el viejo le había sabido impregnar a cada uno de los rincones de la casa.

La mayor parte de los meses del año, el viejo estaba al frente del timón, no quería alejarse de su obra, había tratado de que cada rincón del albergue contara con esos sencillos detalles que él había puesto en ellos y sabía que la armonía que había conseguido crear en aquel lugar, resultaba perfecta, al menos para la visión que tenía de estos sitios de acogida, donde nada debe destacar sobre el resto para no romper esa armonía con la que se ha creado.

Le hicieron ver que era una pena que sus conocimientos se perdieran sin compartirlos con los demás, además viendo su edad, era necesario que contara con ayuda para las labores que mantenían el albergue. En los meses de verano, los peregrinos que hasta allí se acercaban, aumentaban de una forma importante al ir creciendo cada año el número de peregrinos que elegían el Camino como ese lugar de meditación perfecto y él no podía atender las necesidades que todos llevaban.

Fue dando cabida a hospitaleros que de forma voluntaria y desinteresada que colaboraban en los trabajos del albergue. Aunque el viejo siempre estaba allí, su presencia era muy importante para los peregrinos que llegaban cada día. Sabía cómo aliviar las penas que para otros eran imperceptibles y también era necesario para los hospitaleros que aprendían con cada uno de sus sabios consejos.

Pero era muy selectivo a la hora de admitir a alguien en su albergue, debían ser solo aquellos que tenían una visión de la hospitalidad muy similar a la suya. Aunque siempre había algunos que iban con ideas nuevas y sobre todo modernas y querían introducir pequeños cambios en el albergue para adaptarlo a las nuevas necesidades que tenían los que llegaban hasta allí.

Pacientemente, el viejo hospitalero trataba de hacerles comprender que si se introducían los cambios que ellos proponían se iría perdiendo la filosofía con la que fue creado y comenzaría a dejar de ser ese lugar acogedor y diferente que muchos buscaban cuando iniciaban su camino.

Algunos entendían las explicaciones y desistían de la idea inicial de introducir modificaciones, esos generalmente cuando finalizaban su estancia comprendían todo lo que el viejo les decía y era frecuente que volvieran siempre que contaran con días libres.

Pero había algunos que a pesar de los consejos del viejo se empeñaban en llevar a cabo lo que deseaban o nunca llegaron a identificarse con la filosofía que allí se había impuesto. Eran como esos peregrinos que una vez que han realizado el Camino, piensan que éste no le puede aportar nada más y se van alejando de él.

Por eso era frecuente que en muchas ocasiones el viejo hospitalero se encontrara solo, no deseaba estar con personas con las que no se encontrara a gusto y a pesar de todo siempre le veía muy feliz.

Lo que más llamaba mi atención, era que sabiendo como en los albergues hay muchos días en los que te llegas a implicar en los problemas que algunos peregrinos llevan y te identificas plenamente con ellos y si no eres capaz al día siguiente de olvidarlos, se van quedando en tu interior y llegan a formar parte de ti, se convierten en tu problema y es necesario al menos una vez al mes desconectar de esta labor que muchas veces, llega a resultar estresante.

Por eso en una ocasión que me encontraba hablando con el viejo, quise satisfacer mi curiosidad y le pregunté si no sentía la necesidad de alejarse alguna temporada de aquel lugar, desconectar de la rutina diaria que en ocasiones tenía que llegar a ser muy estresante y si no lo hacía llegaría un momento en que le afectara a nivel personal.

-Muchas veces he sentido esa necesidad – me dijo – tengo de vez en cuando que tener mi válvula de escape marchándome a otros lugares en los que no respire las sensaciones que aquí se tienen cada día, pero cada vez soy más perezoso, me he acostumbrado tanto a este lugar, a la paz que aquí se respira y a la forma de entender la vida que hay entre estos muros, que me da miedo salir porque no deseo contaminarme con lo que me voy a encontrar fuera.

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