almeida –2 de marzo de 2015.
El viejo hospitalero era una persona muy celosa por mantener las tradiciones a pesar de que su mente estaba siempre abierta a las novedades que cada día le aportaban los peregrinos que llegaban a su albergue.
Parece una contradicción, pero cuando le conocías, te dabas cuenta que en absoluto había contradicciones en su forma de ser y sobre todo en la manera de comportarse.
Me confesaba que se consideraba uno de esos peregrinos añejos, de los que disfruta caminando todo el día, nunca tenía prisa por llegar porque para él uno de los mayores placeres que sentía cuando se encontraba de peregrino era ver como el sol salía cada mañana y se ocultaba por las noches y esos espectáculos de la naturaleza era necesario observarlos con la lentitud y la suficiente calma que se tiene cuando se va caminando.
Cuando cambió la peregrinación por la acogida a los peregrinos, también trató de ser tradicional en la forma de acoger a los que llegaban hasta su albergue. Este era muy sencillo y seguramente el más humilde que había en todo el camino, pero a la vez era el que conservaba la magia y sobre todo la energía positiva que dejaban allí los que decidían escoger este lugar como final de su jornada.
La acogida que ofrecía se basaba en las reglas franciscanas y no solo entraban en el albergue los peregrinos que se encontraban haciendo el camino, hasta allí llegaban todos los que tenían que llegar que eran los que necesitaban ese día la acogida que se les proporcionaba.
Era tan celoso de lo que hacía, que en muchas ocasiones rechazaba la ayuda desinteresada que le ofrecían algunos peregrinos, sobre todo, cuando pensaba que podían cambiar algunas de las costumbres que tanto le había costado implantar y mantener.
También se pasaba la mayor parte del año entre las paredes de adobe de la vieja casa, él decía que era para no contaminarse ya que se había acostumbrado a una forma de vida que era imposible mantenerla fuera de aquel lugar.
Pero, todos los días llegaban nuevos peregrinos. El Camino, siempre se ha caracterizado por ser esa autopista por la que las corrientes culturales viajan a una velocidad de vértigo y el viejo albergue no podía sustraerse de las novedades que los peregrinos llevaban en su camino.
A pesar que le viejo hospitalero había sido reacio a las nuevas tecnologías, nunca había tocado un ordenador por miedo a estropear alguna cosa y se había resistido y había conseguido que los teléfonos móviles no le coartaran en ningún momento la libertad que tenía para buscar esos momentos en los que necesitaba aislarse del mundo y estar solo. Pero quienes llegaban al albergue, no solo llevaban sus cámaras digitales, también portaban los últimos modelos de teléfonos móviles y en algunas ocasiones iban cargados con sus ordenadores portátiles que mantenían ese cordón umbilical que les seguía manteniendo unidos al mundo que habían dejado fuera unos días antes.
Por eso el viejo hospitalero se había ido habituando a ver todo tipo de aparatos modernos que generalmente ocupaban la mayoría de los enchufes que había en cualquier rincón del albergue y también a ver como en el patio, muchos peregrinos se pasaban gran parte del día hablando por ellos o tecleando las teclas del ordenador.
Aunque era algo que no entendía, lo aceptaba, no podía cambiar algunos hábitos, pero le resultaba incomprensible que un camino en el que la soledad, la meditación y el aislamiento eran algunas de sus señas de identidad, se viera alterado por esa invasión que suponía seguir conectados con el exterior.
Siempre que alguien le pedía cualquier cosa al viejo hospitalero, éste trataba de complacerle en lo que pudiera. Un enchufe, el lugar en el que había más cobertura, cualquier cosa era satisfecha por el viejo. También trataba de que los peregrinos se sintieran como en su casa, por eso, cuando alguien quería agua caliente para prepararse una infusión o tenía ganas de una y no llevaba el viejo siempre atendía cualquier petición.
Un día, llego una joven al albergue y mientras se registraba fue haciendo mil preguntas al viejo hospitalero y éste trataba de ir respondiendo a todo lo que le preguntaban, cuando la joven se acomodó en el cuarto de los peregrinos, bajó de nuevo a la sala de recepción donde se encontraba el viejo.
La joven llevaba en su mano algo que le pareció un ordenador portátil y se sentó en uno de los sillones de la sala. Abrió el ordenador y después de encenderlo, pulsó algunas teclas y tras unos segundos mirando la pantalla le comento al viejo.
-Tienen Wi Fi
-Pues no sé si quedará – respondió éste – mira a ver en la cocina a ver si la encuentras.
La joven se levantó con su ordenador y se fue a la cocina un tanto incrédula. Más tarde se dio cuenta del lugar en el que se encontraba y se percató que había algunas cosas que para el viejo seguían siendo todavía incomprensibles porque a pesar de todo lo que veía y aprendía cada día, no podía estar al corriente de todas las modernidades.