almeida – 12 de diciembre de 2014.

Habíamos cerrado la recepción del albergue y nos dis­poníamos a comer. Eran dos horas en las que podíamos relajarnos un poco. A veces las compartíamos con algunos peregrinos que deambulaban por el patio del albergue, pero también queríamos dedicarlas a descansar, sobre todo nuestra mente, en la que se iba acumulando todo tipo de sensaciones. Luego ya no podríamos hacerlo hasta que el sol se hubiera escondido en el horizonte en la hora que el silencio se adueña del albergue.

Cuando ya estábamos sentados en la mesa, un pere­grino me avisa que alguien en la recepción está preguntan­do por mí. Enseguida pienso en alguien que ha llegado a última hora y desea descansar, no me importa esta inte­rrupción ya que a veces llegan personas muy cansadas y en muy malas condiciones, por eso sin ninguna pereza me levanto para atender a quien reclama mi presencia.

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Junto a la puerta del albergue, me encuentro a una per­sona de mediana edad, va vestido con estilo deportivo por lo que enseguida le descarto como peregrino y trato de re­cordar quién es y por qué ha preguntado por mí, pero su cara me resulta completamente desconocida.

Alarga su mano y se presenta:

—Hola, me llamo Manuel y me gustaría hablar con el hospitalero —me dice.

—Pues lo tienes ante ti, mi nombre es José y estoy en­cantado de conocerte —le respondo estrechando su mano.

Mostrándome una gran bolsa que lleva en la mano iz­quierda, la abre y veo su contenido, hay docenas de vieiras.

—Son para que se las des a los peregrinos que pasen por el albergue —me dice.

Agradezco su detalle y le invito a que tome una cerveza en la cocina mientras nosotros comemos o si lo desea nos acompañe en la comida. No es abundante pero gustosamen­te compartiremos con él lo que hay. Declina la invitación a comer pero acepta un refresco, así podrá sentir un poco más la esencia del albergue.

Manuel nos comenta que hace unos años se alojó como peregrino en este albergue y fue muy bien atendido por lo que siempre ha recordado con agrado este lugar. Vive en un pequeño pueblo de la costa gallega y dedica sus ratos libres a pescar. Llevaba varios meses capturando vieiras y después de comer su carnoso contenido, limpiaba las conchas y las iba guardando. Como tenía previsto pasar unas vacaciones cerca del lugar en el que se encontraba el albergue quería aportar algo para que los peregrinos que se dirigían a Santiago llevaran en sus mochilas y qué mejor regalo que esas vieiras que habían sido cogidas en el lugar al que todos los peregrinos ansiaban llegar.

Le mostré el albergue que tan buenos recuerdos tenía para él. Aquí había llegado a sentir esa hospitalidad que él buscaba en el camino y soñaba con el día que pudiera estar como nosotros acogiendo a los peregrinos. Según lo decía se percibía en su rostro cierta nostalgia y mucha envidia.

Con un abrazo, Manuel se despidió de nosotros. Había dejado a su familia en el lugar que estaban veraneando a poco más de una hora de distancia y quería regresar con ellos ya que le estarían esperando para comer.

Cuando nos despedimos, me confesó que las vieiras ha­bían sido la perfecta excusa para hacernos una visita, por­que desde que se le ocurrió la idea de traerlas se había dado cuenta de que necesitaba imperiosamente volver a soñar y por eso había tenido que acercarse hasta el camino.

Durante esa tarde y el día siguiente estuve haciendo unos pequeños orificios en las vieiras para atravesarlas con un cordón y hacer con ellas un colgante. Había más de se­tenta que durante varios días fui repartiendo entre los pere­grinos más jóvenes y entre aquellos que consideraba que debían llevar este obsequio de Manuel.

Todas las vieiras regresaron a Galicia, pero esta vez re­corrieron el camino como peregrinas. El sueño de Manuel se estaba cumpliendo con creces, porque lo que él había traído con tanta ilusión ahora estaba recorriendo el camino y una parte de él iba con ellas colgadas al cuello o en la mo­chila de los peregrinos que también con ilusión llevaban ese símbolo jacobeo que les habíamos regalado en el albergue.

Todos los peregrinos necesitamos volver al camino. Ese sueño a veces llega a convertirse en una obsesión porque sentimos que nos falta algo y es porque muchas cosas nues­tras están en el camino y solo anhelamos ese reencuentro.

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