almeida – 26 de junio de 2015.
He de confesar que siempre he sentido mucho respeto por esos peregrinos que con seis o más décadas de experiencia en la vida, se ponen a su espalda una mochila para sentir esas sensaciones de libertad que les proporciona el camino.
En el mes de Marzo, la climatología en la meseta castellana suele ofrecer unas mañanas en las que las temperaturas descienden haciendo que el termómetro con frecuencia se encuentre cerca de los cero grados, aunque según va pasando el día, los rayos del sol se van imponiendo, pero cuando éste se oculta la temperatura vuelve a descender de una manera importante.
Cuando ya estaba comenzando a oscurecer, por el camino que conducía al albergue vi cómo se acercaba un peregrino y al percatarme de lo despacio y la dificultad con la que caminaba fui a su encuentro.
Cuando por fin pude distinguirle claramente me di cuenta que era un hombre muy mayor y caminaba con esa pausa que solo la edad nos enseña a tomarnos las cosas en la vida, saboreando cada uno de los instantes y sabiendo como disfrutar de cada momento.
Me presenté al peregrino ofreciéndome a coger su mochila y él, tratando de hacerse comprender, me dijo que hasta que llegara al albergue, quería llevarla él.
Se presentó como Hans y aunque hablaba con mucha dificultad mi idioma, no era necesario que se esforzara porque a través de los gestos que me hacía le comprendía perfectamente. Sus movimientos eran delicados y sobre todo percibía en cada uno de ellos una bondad que era el reflejo de su cara.
-Gracias – me dijo cuándo le ofrecí una infusión caliente.
Se colocó la taza entre las manos para calentárselas mientras buscaba la credencial para registrarse.
Cuando le pregunté su edad, él no comprendía lo que le estaba preguntando hasta que le enseñe el registro donde estaba recogida la edad de los peregrinos que habían pasado antes que él por el albergue y en ese momento asentó con la cabeza y busco su documento de identidad y comprobé que ya había pasado de los ochenta años, estaba a unos pocos meses de cumplir ochenta y uno.
Hice un gesto de admiración al ver lo mayor que era para hacer el camino, hasta ese momento, en los pocos días que llevaba en el albergue, era el peregrino más mayor de cuantos había recibido.
Hans fue explicándome que desde que había dejado su actividad laboral diez años antes, cuando llegaba el mes de marzo se desplazaba desde su ciudad en Alemania y venía a cualquier lugar del camino que deseaba recorrer. Eran ya diez años y diez caminos en sus piernas y se encontraba muy cansado, cada vez le costaba más finalizar cada jornada, por lo que éste iba a ser su último camino, no se encontraba con fuerzas para seguir un año más.
Me comentaba que después de los veinticinco kilómetros que solía hacer cada día, cuando terminaba la jornada, le dolían las piernas.
-A mí – le dije – me duelen cada vez que hago el paseo matutino y no recorro la distancia que haces tú, de mayor, me gustaría ser como tú – le confesaba mientras él me obsequiaba con una agradable sonrisa.
Cuando a la mañana siguiente nos despedimos con un abrazo, creo que llegué a percibir que no iba a ser la última vez que me encontrara con aquel peregrino. Era de esos que sienten el camino en su interior y si no se encuentran recorriéndolo les falta una parte vital en su vida.