almeida – 20 de noviembre de 2014.
Nos encontrábamos en esa parte de la Galicia profunda en la que nunca sabes dónde te hallas. Vas atravesando pequeñas aldeas que no llegan a conformar núcleos de población importante y carecen de nombre. No encuentras ningún letrero que te indique si estás en una u otra aldea por lo que la desorientación es permanente.
Habíamos comenzado a caminar al alba. Era una etapa muy agradable. La abundante vegetación que atravesaba los bosques autóctonos predominando el roble y el castaño la hacían muy amena. Pero después de tres horas caminando, anhelábamos encontrar algún núcleo de población importante donde encontrar un bar para tomar un café con leche. No habíamos desayunado y a esas horas estábamos acostumbrados a introducir algo caliente en nuestro cuerpo.
Al pasar junto a una de las muchas casas que había cada cierta distancia junto al camino, vi algo que la hacía diferente a las demás. Tenía unas mesas de plástico y sillas con publicidad de una marca de cerveza, pero no había ningún cartel ni nada que nos indicara que estábamos en un local de hostelería. Era una casa normal muy similar a las que habíamos dejado atrás salvo por las mesas y sillas.
Al ver la puerta entreabierta, la empujé suavemente y una bocanada de aroma de café recién hecho salió del interior y casi me hace perder el sentido. Una señora se asoma desde la cocina y al verme pregunta:
—Buenos días, ¿qué desea?
—Huelo a café y veo que lo está preparando —le digo—, ¿podríamos tomar dos cafés con leche?
—Claro, siéntense en la mesa que enseguida se los pongo. —¿Sería posible también comer algo? —le digo poniendo cara de necesidad.
—Lo que quieran —me dice la buena señora—, tengo
bocadillos, les puedo hacer un filete o una tortilla francesa. —¿Y unos huevos fritos con bacón? —insisto. —También. Descansen mientras lo preparo.
—Muy bien —asiento—, pero el café que ya está hecho puede ir poniéndolo y luego tomamos otro.
Habíamos dado con una señora con una gran visión comercial. Había visto la posibilidad de negocio aunque era una bendición para los peregrinos porque con la necesidad que pasábamos por allí, reconfortaba nuestros cuerpos cuando más lo necesitábamos.
La buena señora nos trajo dos grandes tazones con un café de puchero que nos supo a gloria. Eran tan abundantes que casi podíamos bañarnos en ellos. Lo acompañaba con unas pastas caseras que no tenían nada que envidiar a las que preparan en el convento de Santa Clara.
Cuando terminamos el café, llegó la obra maestra: dos huevos con puntilla fritos en un buen aceite de oliva del que utilizan para aliñar el pulpo. En el plato parecían dos soles con un gran círculo central amarillo intenso que al introducir un pan hecho en el horno de leña impregnaba la rebanada con un color y un aroma excepcional. En medio de los dos platos colocó una bandeja con una docena de lonchas de unos cinco centímetros de grosor de una panceta que unas manos hábiles habían sabido aplicar el adobo necesario y el tiempo y el humo habían hecho el resto para que su curación fuera excepcional.
Mientras consumíamos este inesperado manjar observábamos como las gallinas que pocas horas antes habían puesto nuestro desayuno picoteaban algunos granos de maíz y de cereal que la buena señora les había arrojado para que se alimentaran.
Pocos ratos son tan especiales. La necesidad del momento, la buena materia prima que teníamos en el plato y lo bucólico del lugar en el que nos encontrábamos nos hacían estar en la gloria. Toda la magia del camino se había concentrado en el espléndido desayuno que nos había obsequiado uno de esos lugares perdidos del camino.