Isaías Santos Gullón – 06 de junio de 2017.
A Eugenio Rosado y todos sus compañeros que luchan por el bienestar campesino.
Siempre me ha llamado la atención un hecho repetido cada instante y que se manifiesta con toda su fuerza latente en el seno de los pueblos castellanos. No es que Tábara sea un lugar perdido en la inmensa paramera y que sus hijos, borrachos de cielo y de llanura, emerjan del amarillo seno de la tierra y escalen el ingrávido trono por el camino del empuje y la aventura. No es que a la villa la circunden agrestes y elevados riscos y que a su amparo los pueblerinos de pan y buen vivir se sientan aterrados a la sombra majestuosa de los pizarrales y, cohibidos, vegeten mirando con temor el vuelo soberano del imperial cóndor. Mi pueblo es el abrazo del monte y la llanura.
Quizá por eso, por ser la transición del vuelo de la mente sin fronteras, impelida por la savia de horizontes sin fin, a esa otra manera de entender el destino, amparado y dominado el ímpetu por el brazo roqueño que con poder rozar el cielo, los hijos de mi pueblo manifiestan en su gesto ese dormido impulso que en sus almas bulle y, no encuadrados en partidos ni en doctrinas, son para su suerte o su desgracia lo más individuales que ojo humano osara ver.
En esa simbiosis, amalgama fundida en el crisol de los siglos y aventada por los aires de los días ante el trágico e irremisible paso de su historia, florece, empuñando la corva mancera y siguiendo el lento paso de la pareja, el tipo de hombre que te quiero retratar.
Hombre estoico en el camino que le marca el imperio de la hora y la herencia, que en su mente se confunden más allá de la historia y la leyenda. Hombre noble, que sigue el escabroso camino de su destino cruel y no osa elevar la vista al cielo en pos de ventura; tan sólo un lamento mudo plasma en la onda de la impresión que le envuelve, rubricando al instante su somero atrevimiento con una sonrisa desprovista de tributo y pletórica de esa calma mamada en las horas de su existencia milenaria. Hombre libre, que no sigue el caudal de una casta enmarcada; su camino converge hacia una ilusión cuyo vértice está tan alejado que se confunde allí donde sólo existen sueños y aromas. Hombre de tierra, humano, portador de taras naturales, de vicios y pecados que la imperfección de la materia, su origen, le legó. Mas, virgen su alma, libre como el ruiseñor que canta en los zarzales del “Bildeo”, está ausente y limpio de la enfermedad más poderosa que conocieran los siglos: “la hipócrita civilización”.
Hay algo en ti, hombre campesino, hombre castellano, hijo de mi pueblo, que me atrae como un poderoso imán e ilumina mi sentir en tu presencia. Y mi pluma corre veloz, movida por una explosión de afecto y cariño que mi recuerdo quema: Jamás me supo el vino mejor que en la bodega de Ángel Guerrita, nunca libé un trago más dulce que aquel ofrecido en un día de verano por la mano dura de Manuel Fresno; y de un café que me pagó Cándido Romero siento, al recordarlo, su sabor fuerte como el alma labradora. Y no es el vino, ni el café, ni su valor, ni el gesto. Es la irradiación natural de la persona. Es el ofrecimiento, desnudo de pleitesía, del hombre de la tierra. Es la entrega abierta de una amistad sin límites. Es la luz de un rocío, manjar antiguo de los dioses, que sólo conservan aquellos que calientan sus manos en la hoguera de jaras, sentados en el vetusto escaño junto a una mujer florecida como los campos de Castilla.
Y este hombre parco y cabal es materia preciada con que modelar las más excelsas obras. No es propicio para sembrar en él un germen pensado, con que arrastrarlo inmerso en la turba dominada bien sea por el arrebato de una oratoria o por el dominio de un gesto. Tarde o temprano su indómita esencia se rebelará. ¡Cuán llano sería el camino si con cariño se hicieran vibrar las cuerdas de su alma campesina…! ¡Cuán limpio será si se ofreciera a su clara y humilde mente la ruta perseguida, desprovista de repujes y arreboles…! Mas, para ello, para llegar al abismal y escondido rincón de su sentir, antes que nada, con delicada entrega, hay que conocer el mal que los apena. Y este mal tiene su raíz allá, perdido en el tiempo, cuando alguien, henchido de soberbia, quiso ser abeja y succionar en primavera el néctar de sus flores.
No es indócil, no, el hombre campesino. Atesora en su intimidad la perla antigua de su sino; y para llegar a ella, para descubrir sus destellos, hay que bruñir con delicado golpe el caparazón de desconfianza e ironía que los sucesivos desengaños le obligaron a formar. Es posible, muy posible, que este ser con razón desconfiado, un día se entregue total y pleno a la mano cariñosa que le guíe a fronteras soñadas en sus días de esperanza. Dichoso tú, que lentamente ves cómo el fruto de tu esfuerzo se te ofrece cada día, orlando con su entrega ese sueño que un día me contaste cuando regresabas a tu hogar después de ofrecer la semilla de tu sin par magisterio.
JUAN CID ARIAS
Publicado en la página cuatro CORREO DE TÁBARA en El Correo de Zamora de 5/7/1974.