almeida – 08 de junio de 2017..

            Estaba recorriendo el camino en completa soledad, en ocasiones se encontraba con algún peregrino o con un grupo de ellos y después de conversar un rato,

mientras fumaba un cigarrillo dejaba que continuaran y él le seguía a un centenar de metros y cuando sobrepasaba a alguien únicamente le saludaba deseándole buen camino y seguía avanzando sin detenerse.

            La mayoría de los peregrinos que hacían las mismas jornadas que él, le consideraban un solitario, aunque cuando llegaban a los albergues le gustaba integrarse con los demás y su comportamiento cambiaba de una forma radical.

            Ese día, la etapa le estaba resultando algo más dura que las anteriores, no sentía en sus piernas las mismas sensaciones y las notaba un tanto agarrotadas. Pero sabía que eran esas pájaras que en ocasiones suelen entrarle a los peregrinos y no es necesario que tengan que recorrer una dura etapa para sentirse en unas condiciones peores que otros días.

            Su destino esa jornada era un monasterio que estaba atendido por unos monjes que habían dedicado su vida a los demás. Entre los muros de la reclusión en la que se encontraban también había algunos enfermos y gente desfavorecida que recibía las atenciones de estos buenos cristianos que procuraban llevar las enseñanzas del Maestro como un día éste debió predicarlas antes que se desvirtuaran como luego lo han hecho quienes tenían el poder imponiendo sus ideas.

            Pensaba que sería un lugar diferente a los demás en los que había estado anteriormente y sentía curiosidad por ver cómo era la vida de estas personas que un día decidieron retirarse para siempre del mundo.

            En el lugar que habían habilitado como albergue de peregrinos en el monasterio, no encontró a los sencillos monjes que Pablo esperaba ver. Fue recibido por un hospitalero alemán que parecía la viva imagen de uno de esos modelos de culturismo, todos los músculos de su cuerpo estaban perfectamente definidos. Se encontraba acompañado por su mujer que era muy agraciada y hermosa, Pablo pensó que desentonaban en aquel lugar, pero los dos eran unas personas muy agradables con las que enseguida congenió, estaban realizando una labor voluntaria en la que se percibía que se encontraban muy a gusto.

            Le explicaron las pocas normas que había en aquel lugar y dónde se encontraban todas las cosas que los peregrinos podían necesitar y le acompañaron a su cuarto llevando el hospitalero sobre sus amplios hombros la mochila del peregrino.

            Antes de abandonar la sala, le comentaron que a las ocho los monjes celebraban una misa y que se sentirían honrados con su presencia en la capilla. Pablo no era muy practicante y hacía tiempo que no entraba en una iglesia con esa fe que le enseñaron cuando era más pequeño, pero se sintió un tanto presionado y confirmó que a las ocho estaría en la capilla.

            Fueron llegando más peregrinos, la mayoría eran conocidos porque coincidían al final de las etapas y de nuevo, Pablo se sintió arropado por quienes, como él, se encontraban realizando ese camino. Pensó que estaría también acompañado por ellos en la misa y disfrutó de su compañía hasta que llegó la hora en la que el hospitalero le había dicho que le esperarían en la capilla.

            Cuando entró en el templo, vio que se encontraba solo, ninguno de los peregrinos había bajado a participar en aquella celebración tan especial para los monjes, únicamente estaban los dos hospitaleros, todas las personas que eran atendidas en aquel lugar y varios monjes, todos ellos muy viejos.

            Luego le explicaron que en la congregación también había monjes más jóvenes, pero éstos, se habían desplazado hasta la capital para participar en un encuentro que se había convocado con motivo de la llegada del Santo Padre al país.

            A Pablo le llamaron la atención las personas que se encontraban en la capilla, sobre todo algunos que estaban con problemas mentales y eran cuidados por los monjes. Participaban con una devoción que no comprendía, o quizá fuera que ellos tampoco entendían lo que estaban viendo, pero se percibía en sus rostros una sensación de paz que muy pocas veces había observado.

            Como los monjes jóvenes se habían marchado, solo quedaban media docena de los que ya no podían viajar y la misa fue celebrada por uno de los monjes más ancianos que Pablo calculó que tendría cerca de noventa años. Todos los monjes vestían unos hábitos muy vistosos de colores púrpura, muy diferentes al sencillo hábito que llevaban cuando estaban realizando sus labores en el monasterio.

            Cuando se dieron cuenta de la presencia de Pablo en la capilla, como era la única persona desconocida para la mayoría, todas las miradas se clavaron en él y en lugar de hacerlo de una forma disimulada, fue tan descarada y se mantuvo durante tanto tiempo que Pablo tuvo en algunos momentos la sensación que se estaba celebrando uno de esos rituales paganos en los que en el punto álgido de la celebración se hace un sacrificio y él iba a ser la persona sacrificada.

            Solo deseaba que se terminara cuanto antes aquel mal trago que estaba pasando, quiso en varias ocasiones haber salido corriendo de aquel lugar, pero hubiera sido peor, porque durante el resto del día volvería a ser el foco de todas las miradas y de todos los comentarios que se produjeran en el monasterio.

            Cuando llegó la hora de la comunión, el monje anciano fue con el cáliz hacia donde Pablo se encontraba y se dispuso a darle la comunión, pero Pablo lo rechazó, se excusó diciendo que no se había confesado y que su alma no se encontraba en esos momentos preparada para recibir el cuerpo de Cristo. La verdad es que hacía mucho tiempo que ya no creía en estas cosas y habían transcurrido muchos años desde que había dejado estas prácticas.

            Entonces el monje, le propuso decir unas palabras a los presentes y le cedió su sitio en el pulpito. Pablo no sabía dónde meterse y tampoco qué podía decirles a aquel improvisado auditorio. Optó por hablarles del camino que estaba haciendo y las motivaciones que le habían llevado a recorrerlo y tuvo la sensación que todos le observaban con admiración, como si se encontraran ante una persona importante por lo que hacía y cómo lo decía.

            Después del improvisado sermón, el monje más anciano se acercó a Pablo y en presencia de los demás le dio la bendición deseándole buen camino y que éste le proporcionara todo lo que estaba buscando.

            Fue tanta la emoción de lo que Pablo les debió contar que uno de los monjes propuso hacer una excepción con el peregrino, le llevarían hasta la cripta y le mostrarían el sarcófago del fundador del convento que era una de las reliquias más veneradas que allí tenían.

            Según iban descendiendo por las angostas escaleras que conducían a la cripta, Pablo sentía una claustrofobia que lo único que en esos momentos pasaba por su cabeza era que los monjes le estaban conduciendo a su última morada y de allí ya no saldría nunca.

            Cuando por fin pudo ver la luz del día y sentir el aire fresco, experimentó una sensación de alivio como hacía mucho tiempo no tenía, ahora ya se sentía protegido y seguro.

            Cuando se reunió con el resto de los peregrinos en la cena comunitaria que hacían los monjes para todos, Pablo les fue diciendo uno a uno lo malos compañeros que eran por haberle dejado solo en aquel trance tan difícil para él y vio cómo según iba contando la aventura que acababa de ocurrirle, la mayoría respiraban aliviados por no haber asistido a los actos religiosos.

            Enseguida se le pasaron los recientes recuerdos y fueron reemplazados por los comentarios que todos hacían sobre la sencillez de la cena que les habían ofrecido y lo bien elaborada que estaba ya que a todos les resultó exquisita.

            Mientras los peregrinos y el resto de los habitantes de aquel lugar alimentaban su cuerpo, el monje que recitaba algunos versículos de la Biblia y otros textos de libros religiosos se fijó que la mayoría de los recién llegados miraban un símbolo que había sobre su cabeza en el que con números grandes ponía 1 + 1 = 1.

            Debía ser algo que siempre llamaba la atención de los peregrinos porque el monje parecía deseoso de explicar el significado de tan extraña suma.

            -Veo – dio el monje, que a todos llama la atención ese símbolo que parece no tener sentido, pero si lo miran bien se lo verán. Cada número de la suma representa el pensamiento, el primer uno es el de Dios y el segundo es el pensamiento de cada uno de nosotros, pero en lugar de dar un resultado del pensamiento de los dos, solo se da un único pensamiento que es el de Dios, porque éste prevalece siempre sobe el de los humanos.

            A Pablo le pareció una explicación un tanto rebuscada y seguramente pronto se olvidaría del significado que le habían dicho, lo que no se olvidaría nunca fue de la hora que paso en la capilla y en la cripta y por muchos lugares en donde estuviera, seguro que ninguno era parecido a aquel donde se sintió como un cordero en medio de una manada de lobos.

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